+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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30 de mayo de 2009

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¿Qué habría quedado de las palabras y obras de Jesús sin el acontecimiento de Pentecostés? Quizá algunos de sus discípulos habrían recordado con nostalgia, durante algún tiempo, sus conversaciones entrañables junto al lago, sus obras, aquel misterio inefable y contagioso que irradiaban su persona y su vida. Y quedaría seguramente la gratitud y el recuerdo de quienes se beneficiaron de la caricia de alguna curación. Poco más.

Es verdad que las manifestaciones de Jesús resucitado dieron lugar a que aquellos que le habían seguido fueran dando el paso de la fe y adquirieran la certeza de que el crucificado había vencido a la muerte. En los evangelio vemos cómo poco a poco se van derrumbando los últimos reductos de la duda, y una alegre certeza de que Él estaba vivo va invadiendo hasta el fondo de cada corazón. Y los fue levantando. Y los fue poniendo en camino para la misión. Pero necesitaban un nuevo impulso.

«Como el Padre me envió, así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo». Era la manera nueva de estar entre los suyos; no hablando y animándolos desde fuera, sino desde dentro, llenando su vida y actuando, a través de ellos, en el mundo. El Espíritu Santo actualiza y multiplica la presencia de Jesús entre nosotros.

Pentecostés supuso un cambio radical: Se abrieron las “puertas cerradas”, se apagó el miedo con el soplo de aquel «viento recio» que llenó la casa donde se encontraban, y la todavía frágil barca de la Iglesia, con las velas hinchadas por el viento de Pentecostés, se hacía a la mar. Las «lenguas como llamaradas» fueron poniendo lumbre en sus corazones apagados, y haciéndose palabras encendidas en sus labios La tristeza se tornó en alegría. Desde entonces, la voz de Jesús, llevada por los evangelizadores de ayer y de hoy, sigue resonando en cada rincón de nuestro mundo. Es cosa de su Espíritu.

Al narrar el fenómeno de Pentecostés, se nos dice, seguramente con carácter simbólico y catequético, que había en Jerusalén personas advenedizas de casi todos los países y lenguas entonces conocidas; se enumeran alrededor de una veintena Y se añade que “quedaron desconcertados, porque cada uno oía hablar a los Apóstoles en su propia lengua”.

La narración anterior ¿no nos viene a decir que sólo el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu es capaz de lograr que los hombres se entiendan a pesar de sus diferencias? En un mundo en que, como consecuencia de las migraciones, las nacionalidades han dejado de ser homogéneas para convertirse en una mezcla de lenguas, razas y culturas ¿seremos capaces de entendernos y convivir fraternalmente?

Pentecostés recobra actualidad, nos trae un mensaje de aire fresco, bien distinto de la confusión que acontece en Babel. Porque Babel continúa cada vez que los hombre se cierran en sí mismos, en la torre de su autosuficiencia, para no contaminarse. Así acaban por no comprenderse.

En Pentecostés, por el contrario, los Apóstoles, empujados por el Espíritu, dejan el Cenáculo donde estaban encerrados y se arriesgan a salir al encuentro de quienes, ya entonces, el mundo judío conocía como nacionalidades diversas. Y, a pesar de sus diferencias de lenguas, se entendían. Es una magnífica lustración de que sólo el Espíritu nos puede permitir encontrar al otro en verdad, acogiéndole en su diferencia. El Espíritu es el agente primero de comunión par la Iglesia y para el mundo. En Pentecostés celebramos el Día del Apostolado Seglar y de la Acción Católica. Las distintas asociaciones y movimientos del Apostolado Seglar son un cauce privilegiado y eficaz para la formación, para la experiencia cristiana y para la acción. En tales asociaciones y movimientos se concentra ciertamente lo más granado, lo más consciente y lo más vivo de nuestra Iglesia. La comunión eclesial, presente y operante en la acción personal de cada cristiano, encuentra una manifestación específica en el actuar asociado de los cristianos laicos. Asociados, como las gotas de agua que se juntan, pueden convertirse en corrientes vivas de fecundidad apostólica, de levadura y sal para un mundo nuevo. Como lo fueron los discípulos que, encendida el alma por el fuego de Pentecostés, alumbraron formas nuevas de vivir en una sociedad pagana y decadente.