+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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19 de mayo de 2018

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]P[/fusion_dropcap]entecostés es la plenitud de la Pascua, como el fruto es la plenitud de la flor.

¿Qué habría quedado de las palabras y obras de Jesús sin el acontecimiento de Pentecostés? Quizás algunos de sus discípulos habrían recordado con nostalgia durante algún tiempo sus conversaciones entrañables junto al lago, sus obras, aquel misterio inefable y contagioso que irradiaban su persona y su vida. Y quedaría seguramente la gratitud y el recuerdo de quienes se beneficiaron de la caricia de alguna curación. Los discípulos necesitaban un nuevo impulso. 

El Espíritu Santo es el alma de este cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Un cuerpo que, por mucha que fuera la perfección de sus miembros, si carece de un principio vital que lo une y vivifica, de nada sirve. 

«Como el Padre me envió, así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo». Era la manera nueva de estar entre los suyos; no hablando y animándolos desde fuera, sino desde dentro, llenando su vida y actuando, a través de ellos, en el mundo. El Espíritu Santo actualiza y multiplica la presencia de Jesús y su misión entre nosotros. Pentecostés es la gran fiesta de la Iglesia. 

Pentecostés supuso un cambio radical: Se abrieron las “puertas cerradas”, se apagó el miedo con el soplo de aquel «viento recio» que llenó la casa donde se encontraban, y la todavía frágil barca de la Iglesia, con las velas hinchadas por el viento de Pentecostés, se hizo a la mar. Las «lenguas como llamaradas» fueron poniendo luz y lumbre en los corazones apagados de los discípulos, haciéndose palabras encendidas en sus labios. La tristeza se tornó en alegría. Desde entonces, la voz de Jesús, llevada por los evangelizadores de ayer y de hoy, sigue resonando en cada rincón de nuestro mundo. Es cosa de su Espíritu.

Al narrar el fenómeno de Pentecostés, se nos dice, seguramente con carácter simbólico y catequético, que había en Jerusalén personas venidas de casi todos los países y lenguas entonces conocidos; se enumeran alrededor de una veintena. Y se añade que “quedaron desconcertados, porque cada uno oía hablar a los Apóstoles en su propia lengua”. 

La narración anterior ¿no nos viene a decir que sólo el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu es capaz de lograr que los hombres se entiendan a pesar de sus diferencias? ¿Seremos los hombres y mujeres de hoy capaces de entendernos y convivir fraternalmente en este mundo en que, como consecuencia de la movilidad y de las migraciones, los países han dejado de ser homogéneas para convertirse en una mezcla de lenguas, razas y culturas? 

Pentecostés nos trae siempre un mensaje de aire fresco. Es la antítesis de Babel, que significa confusión. Entonces los hombres buscaban hacerse famosos construyendo una torre que llegara hasta el cielo. La autosuficiencia, el afán de poder y de gloria, trajo la confusión. En Pentecostés, por el contrario, los apóstoles “proclamaban las maravillas de Dios”, y todos se entendían. 

Babel continúa cada vez que los hombres se cierran en sí mismos, en la torre de su autosuficiencia. Así acaban por no comprenderse. En Pentecostés, por el contrario, los Apóstoles, empujados por el Espíritu, dejan el Cenáculo donde estaban encerrados y se arriesgan a salir al encuentro de quienes, ya entonces, el mundo judío conocía como nacionalidades diversas. Y, a pesar de las diferencias de lenguas, se entendían. Es una magnífica ilustración de que sólo el Espíritu nos puede permitir encontrar al otro en verdad, acogiéndole en su diferencia. El Espíritu es el agente primero de comunión para la Iglesia y para el mundo.

En Pentecostés celebramos el Día del Apostolado Seglar y de la Acción Católica. Lo celebramos este año con un lema que encaja con el de nuestra Misión diocesana: “Discípulos misioneros de Cristo, Iglesia en el mundo”.  

Las distintas asociaciones y movimientos del Apostolado Seglar son un cauce privilegiado y eficaz para la formación, para la experiencia cristiana y para la acción. La comunión eclesial, presente y operante en la acción personal de cada cristiano, encuentra una manifestación específica en el actuar asociado de los cristianos laicos. Asociados, como las gotas de agua que se juntan, pueden convertirse en corrientes vivas de fecundidad apostólica, de levadura y sal para un mundo nuevo. Como lo fueron los discípulos que, encendida el alma por el fuego de Pentecostés, alumbraron formas nuevas de vivir en una sociedad pagana y decadente.

El papa Francisco nos está invitando constantemente a ser una Iglesia en salida, misionera, con un laicado en salida: Laicos, adultos y jóvenes, bien formados, animados por una fe sincera y límpida, tocados por el encuentro personal con Cristo, que se incorporen con decisión y frescura a la acción apostólica.