Antonio Abellán Navarro
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14 de octubre de 2006
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“No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino que se pone sobre el candelero para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5, 15).
Este es el fin que persigue la Iglesia con la beatificación y canonización de una persona. Proponerlo a todos los fieles como modelo de vida, o en el caso de los mártires, de fortaleza a la hora de confesar la fe en Cristo hasta las últimas consecuencia. Decía Pablo VI que el hombre contemporáneo escucha más a los testigos que a los maestros, y si escucha a los maestros es porque son testigos. Quizá hoy más que nunca estamos necesitados del testimonio de fe y de perdón que estos paisanos nuestros supieron dejarnos. Es llamativo que este esfuerzo de la Iglesia por abrir los procesos de beatificación y canonización de los mártires de la persecución religiosa tenga lugar en la actual coyuntura histórica. El martirio fue fruto de la discordia. La beatificación de los mártires, ¿no será motor de concordia? Aquellos que murieron perdonando a sus enemigos son para nosotros una continua llamada a la reconciliación, al respeto, a la conversión, a la vida de fe. En definitiva, una llamada a la santidad.
PEDRO ANTONIO CASTILLO MARTÍNEZ
Nació en El Salobre (Albacete) el 19 de enero de 1885, hijo de Campanio Bonifacio Castillo y de Simona Martínez. Hizo sus estudios eclesiásticos en Toledo. Cuando comienza la guerra civil le encontramos ejerciendo el ministerio como párroco de Villapalacios. Era muy querido en el pueblo; no dudaba un momento cuando se trataba de ayudar a los menesterosos; tenía unas vacas y su leche la daba a las familias más pobres.
Algunos feligreses le aconsejaron que abandonara el pueblo durante algún tiempo, pero Don Pedro Antonio se negó. El 24 de julio de 1936, procedentes de Andalucía, llegaron a Villapalacios unas milicias, que con sus registros y detenciones sembraron el pánico por todo el vecindario. Entre los detenidos se encontró el párroco, que fue puesto en libertad a las dos horas, gracias a las instancias de sus feligreses. Marchó entonces con unos familiares suyos al cortijo Fuente del Espino. A las 12 de la noche del uno de septiembre, se detuvo ante la granja un coche conducido por milicianos comunistas, que le hicieron salir, llevándole consigo hasta Alcaraz. Al día siguiente, dos de septiembre, fue asesinado en el término de esta localidad. Había cometido “el delito”, -como tantos otros- de consagrarse a Dios en el ejercicio del sacerdocio.