Alejandro Marquina Espinosa

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6 de julio de 2025

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Era la tarde del 8 de mayo. Toda la Iglesia se encontraba en oración y el mundo entero tenía los ojos fijos en un lugar concreto del mundo: la Basílica de San Pedro del Vaticano. Una sencilla chimenea guardaba silencio mientras multitudes anhelaban, con esperanza, ese humo blanco que anunciaría con gran alegría, la elección del sucesor de San Pedro, piedra sobre la que se edifica la Iglesia de Cristo. En ese ambiente de confianza plena en Dios, pasadas las seis de la tarde, un humo blanco intenso y el repicar de las campanas anunciaban que, tras la partida de Francisco a la Casa del Padre, la pesada carga de ser el Vicario de Cristo en la tierra ya descansaba sobre los hombros del cardenal Prevost, el nuevo papa León XIV.

Pasados unos minutos y tras su anuncio oficial, todos los rincones de la tierra contemplaban su rostro, con ganas de escuchar sus primeras palabras; unas palabras que, sin duda, son programáticas y marcan el deseo de León XIV: «¡La paz sea con todos vosotros!». Estas fueron unas palabras dichas con toda intención, salidas del corazón y con su carga más profunda, pues, como sabemos, son las mismas palabras de Cristo Resucitado.

Hoy nos encontramos en un momento en el que el verdadero sentido de la paz se encuentra tambaleándose. Las guerras, persecuciones y tensiones de la actualidad hacen más necesario que nunca que todos gritemos, junto a Su Santidad, esas palabras de Cristo Resucitado y que hoy, en el Evangelio de este domingo, también encontramos en el contexto del envío que Jesús nos hace a cada uno de nosotros: «Paz a esta casa». Paz en nuestro mundo, paz entre las familias, paz entre los hombres… ¡PAZ!

Puede dar la sensación de estar pidiendo una utopía inalcanzable, pero sí existe un camino que nos conduce a esa paz: el camino de la conversión personal. Alguna vez me han preguntado: ¿qué ocurriría si Dios reinara en cada corazón, si Dios estuviese en el centro de cada persona? La respuesta es clara: ¡cuánto bien haríamos y experimentaríamos! Viviríamos en un mundo lleno de fe, esperanza, caridad, fortaleza, paciencia, magnanimidad, perdón, comprensión… Sería vivir en una permanente eucaristía, una constante acción de gracias, entrega y donación, sacrificio por el otro y sentido redentor. Sería, en definitiva, pregustar aquello que esperamos en el momento de cerrar los ojos a este mundo; es decir, la alegría del cielo.

Por tanto, comencemos poniendo paz en nuestros propios corazones, para, desde ahí, poner paz en cada hogar, en cada pueblo, ciudad, país… para alcanzar la paz en el mundo entero, esa paz que únicamente el Resucitado nos puede alcanzar.

0«¡Paz a esta casa!»