José Valtueña
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13 de abril de 2025
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La narración que escucharemos hoy, Domingo de Ramos y el Viernes Santo, cuenta, entre las dos alegrías de Ramos y Resurrección, una historia de entrega, amor y sufrimiento que sólo es posible entender y vivir desde el amor. Es el amor de un Dios que, desde el principio, se ha empeñado en salvar a una humanidad que parece empecinada en perderse.
Desde ese amor se entiende la cena de los amigos, en la que Jesús se entrega a sí mismo y muestra cuál debe ser la actitud de los suyos: el servicio.
Por amor, se adentra en el huerto de olivos y se deja prender; recibe el beso de la traición. Corrige a Pedro y repone la oreja cortada.
No puede -porque no le deja-, reponer la dignidad a quien lo ha entregado. Y es que, en ocasiones, por desgracia, el orgullo imposibilita la acción salvadora en quien elige… ¿libremente? Y a veces somos Judas…
Desde la paciencia que da el amor y la confianza en el Padre, brotan, escuetas, las respuestas a Pilatos en un injusto juicio, que finaliza con un cobarde lavado de manos. Y a veces somos Pilatos…
Sólo por amor es posible que reciba la corona, las bofetadas, las burlas, los azotes… Y a veces somos soldados…
Con inmenso amor, recibe la suave caricia de Verónica y la ayuda del Cireneo quienes se convierten en co-protagonistas de la Redención.
Y qué bueno que, a veces, somos Verónica y Cireneo…
Y es el amor el que le lleva a casi culminar la obra (porque queda lo mejor), cuando apura un cáliz que traspasa manos, pies y costado; abriéndose llagas de truenos, de velo rasgado, de temblores que hicieron caer en la cuenta: “En verdad, este era Hijo de Dios” (Mc.15, 39).
Y es el Amor el que ilumina la gruta. Luz de ángeles, como en Belén, para anunciarnos que Cristo vive. ¡Y que siempre somos resucitados!