+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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24 de mayo de 2014

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Mis queridos hermanos:

Nuestra iglesia celebra el Día del Enfermo el 11 de Febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, pero tiene otro momento importante que es la Pascua del Enfermo, que celebramos el VI domingo del tiempo pascual.

La jornada de este año, que sigue a la del Año de la fe, quiere unir Fe y Caridad, porque la Fe auténtica se expresa y obra siempre por la Caridad. Por eso el lema: “FE y CARIDAD: Dar la vida por los hermanos (1 Jn. 3,16)”

El cartel une dos imágenes simbólicas: un corazón roto y unas tiritas en forma de cruz: Es una llamada a salir de nosotros mismos para ir a esas “periferias existenciales”, de las que nos habla el Papa Francisco, a fin de curar los corazones rotos por la enfermedad o por la vida. La cruz de Cristo es redentora. La cruz de quienes se entregan a los enfermos es sanadora.

Nuestra sociedad utiliza la juventud y la belleza como reclamo para la venta y el consumo. Los concursos de mises con sus despampanantes bellezas nos presentan un mundo a la medida de nuestros deseos. Sería injusto e inhumano olvidar el otro mundo, el de la enfermedad y ancianidad, el del deterioro físico y psíquico, el de la impotencia; ignorar la situación de tantas personas que, a duras penas, soportan la debilidad de sus cuerpos y, a veces, la soledad de sus almas.

La enfermedad y la ancianidad pueden desfigurar el cuerpo, incapacitar, pero no degradan la grandeza y dignidad del hombre. El enfermo es hijo de Dios. En el enfermo se nos revela de modo singular el Dios que al encarnarse vivió también la soledad, la agonía y la impotencia ante la muerte. Vivir cerca del enfermo, de su cama o de su silla de ruedas es estar como María al pie de la cruz. Ella no desertó ante el horror del sufrimiento, ni dudó de la grandeza de su Hijo.

Los cuerpos debilitados y dolientes son también templos de Dios y un día serán cuerpos gloriosos. Con ellos llevarán para siempre las huellas de nuestros cariños y atenciones. La enfermedad, sobre todo cuando es larga y vivida en soledad, puede hundir al enfermo en la desesperanza. Pero éste se siente dignificado con nuestro cariño y nuestras atenciones.

Es verdad que el acompañamiento de un enfermo incurable desestabiliza nuestros planes, trastorna nuestra vida, agota, crea tensión, puede ser absorbente, por eso hay que cuidar también a los cuidadores. Pero en la medida en que morimos un poco para que otros vivan, nosotros mismos renacemos a una vida nueva de amor y de esperanza. Es el dinamismo del misterio pascual. Los enfermos, a cambio, nos enseñan a relativizar muchas cosas, a trabajar sin esperar recompensa.  

Corresponde a la sociedad y a sus instituciones proporcionar el mejor sistema de cuidados para humanizar la enfermedad, promover ayudas a las familias afectadas, dedicar medios a la investigación. Pero, sobre todo, es necesario que invierta en crear valores que humanizan. El índice de humanidad y la calidad evangélica de una sociedad, de una cultura, se manifiestan, en buena parte, en la manera de tratar a sus miembros más desvalidos.

No debería de faltar en ninguna parroquia una pastoral bien organizada de atención y acompañamiento a los enfermos y ancianos. A los grupos que ya trabajáis en la pastoral de la salud y a todos los fieles católicos os invito a acercaros al mundo del sufrimiento en la enfermedad, a dejaros interpelar por él,a compartir la búsqueda de una vivencia sana del mismo a la luz de Cristo muerto y resucitado, a fin de renovar e intensificar la atención pastoral a los que sufren.

Expreso desde aquí mi admiración a tantos médicos, enfermeros y demás cuidadores, que, a su competencia profesional, unen una atención personalizada y afectuosa a los enfermos. De modo especial manifiesto esta admiración por todas las personas que, en los domicilios particulares atendéis a enfermos o ancianos. Tened la seguridad de que algún día escucharéis de labios del Señor la palabra que os reportará la más alta alegría: «Lo que hicisteis con estos hermanos míos enfermos, conmigo lo hicisteis».

Os invito, una vez más, a los enfermos a vivir la enfermedad en comunión con la Pascua de Cristo.