Manuel de Diego Martín

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20 de agosto de 2016

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Resuenan aún en mis oídos las hermosas palabras que el Papa Francisco dirigió en el Campo de la Misericordia en Cracowia a esos dos millones de jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud. Les decía, entre otras cosas, que los adultos esperan de los jóvenes que sean servidores de fraternidad y  de misericordia, constructores de puentes, nunca de muros.

Les hizo comprender las posibles parálisis que le envuelven que no les dejan ser ellos mismos. Una de las parálisis  consiste en que uno cree que ya no hay espacios para crecer, que aquí no se puede hacer nada. Otra de las parálisis es cuando se confunde felicidad con estar tirado en el sofá. A veces en  esos sofás modernos, con masajes adormecedores. Ahí  está el riesgo de quedan abobados, atontados. Hay que levantarse y ponerse los botines. La historia nos pide defender nuestra dignidad y que no sean otros los que decidan  nuestro futuro. No os dejéis, decía el Papa, anestesiar el alma y nunca seáis esclavos de esas múltiples dependencias como pueden ser la droga, el alcohol, el sexo, el juego o los celulares.

Al escuchar estos mensajes tan hermosos, en aquel ambiente tan entusiasta  y receptivo, en donde te encuentras rodeado de una juventud con un amor apasionado a Jesucristo y con ganas de comerse el mundo, uno se pregunta ¿Y cómo  puedo  yo hacer  llegar estos mensajes a los jóvenes de nuestras  parroquias, de nuestros barrios?

El otro día, reciente estas palabras en mis oídos y en mi corazón, es tal el  barullo en un Pub que está al lado de mi casa, que no hay manera de dormir. Son ya casi las cinco de la mañana y en vez de cabrearme,  me levanto y a ver un espectáculo más sin que me cueste las perras. Dentro debe estar lleno y se oye un poco el zumbido, pues deben tener unos buenos aislantes. Pero el problema está a la puerta. Allá están más de cincuenta jóvenes, en corros, a quienes les faltan manos, una en la litrona , otra en el móvil, otra el cigarrillo, y  entre ellos hablan, se ríen, gritan, gesticulan, se besan. De momento una pelea, creí que iba de bromas, gentes que querían medir sus fuerzas, pero no, al final allá hay dos tíos tirados por tierra, y otros poniendo paz.  Al poco tiempo, sirenas de la policía local, tres coches y salen ocho hombretones uniformados que corren hacia un lugar, desde mi ventana no puedo  saber  para qué. Al final aquello se va calmando y quedan nuestros buenos policías  escoltando las paredes de la Parroquia.  Ya todo más tranquilo,  también se van los policías.-

Pero a  la seis de la mañana aún  sigue la movida. Unos parece que se van a casa, otros entran y salen  al local. Yo me vuelvo a mi cama  a descansar un poco más, ya que al ser domingo, un cura debe estar  despierto para hacer como Dios manda sus celebraciones.  Es el Día del Señor. Yo me pregunto, de todo este gran desfile de jóvenes que he contemplado desde mi ventana y que la  mayor parte de ellos estarán bautizados. ¿Cuántos irán a misa?  Tal vez dirán que no tienen tiempo. Aquí se cumple aquello de que hay tiempo para lo que se quiere, aunque sea para perderlo de la manera más tonta. ¡Qué daría yo, Santo Padre, para que estos jóvenes de  esta movida nocturna, pudieran oír tus sabias palabras!!