Manuel de Diego Martín

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13 de junio de 2009

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En una panadería de nuestra ciudad trabaja una simpática sur-americana, a la que enseñaron de niña, como a todos nosotros, que el pan es bendito y nunca se puede tirar.

Siempre que era posible repartía entre los indigentes todo aquello que ya no se podía vender, pero que estaba en buen estado para comer. Hasta que un día llegó un chavalote, desagradecido, al que había ayudado otros días, pero que en aquel, tal vez por efectos del alcohol, le exigía a la dependienta algo de lo que se había encaprichado y que la mujer no se lo podía dar. Se armó un pequeño lío. En esto llegó al jefe que reaccionó como era de esperar. Te prohíbo, dijo, que des nada a nadie, lo que no está de venta, al contenedor.

Y la buena mujer ¿qué hace ante esta situación? Para cumplir con la ley del patrón, pero a la vez, para seguir la voz de su conciencia, con cuidado prepara las bolsas de alimentos y las cuelga al lado del contenedor para ver si como Moisés de las aguas, son salvadas antes de que vayan a engrosar los camiones de la basura.

La impresión que yo tengo, y estoy en contacto con bastante gente que vive en la precariedad, es que pasar hambre, hambre que se diga, no demasiado. Gracias a que estamos en un país rico, entre los restos del mercado y supermercados, de las fruterías, casas de comidas, panaderías; entre el banco de alimentos y lo que da Caritas y Cruz Roja, y las comidas del Cotolengo, casi todo el mundo tiene algo que comer.

¿Y el dormir? Esto ya es harina de otro costal. Esta realidad va siendo cada día más grave. Son muchos, y lo constato cada día, rumanos, ucranianos, polacos, magrebíes… los que tienen que entregar la llave del piso o de la habitación, porque llevan meses sin trabajo y ya no pueden pagar el alquiler. Y ahora a dormir ¿dónde? Pues a los parques, a los cajeros, o a las naves industriales abandonadas…Esto para gente que está acostumbrada a vivir bajo techo como Dios manda es superdifícil y doloroso.

Hoy día de la Caridad fraterna, se nos pide tomar conciencia de todo esto, y ensanchar nuestras tiendas, como decía Dios al pueblo de Israel, para que quepan todos. Es necesario echar imaginación y corazón para que no haya tantos “cenicientos durmientes” en nuestros parques y cajeros. Jesús de Nazaret nos va a preguntar un día: “¿Qué hicisteis conmigo cuando no tenía techo?”.