Manuel de Diego Martín
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7 de junio de 2014
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Cuando cumplí mis diez años como misionero en África, pedí a nuestro obispo de entonces, D. Victorio, que antes de integrarme de nuevo en los trabajos de la Diócesis, me concediera un año sabático para dedicarme un poco más a la vida del espíritu y a mi formación teológica y bíblica. Tuve la suerte de hacerlo en Jerusalén, con los Padres Blancos, nuestros compañeros de misión en Burkina Faso, en el Santuario de Santa Ana.
En los ejercicios espirituales de mes, el director nos envió un día a vivir una experiencia de desierto. Se trataba de coger un bocadillo, una botella de agua y en plena soledad caminar a lugares solitarios. Me dirigí hacia el desierto de Judea, allá donde el diablo tentó a Jesús. Al volver por la tarde, tal vez por llegar por el camino más corto, o por curiosidad, me metí en un barrio palestino y por poco me cuesta caro. Me vieron un grupo de chavalotes de unos doce o catorce años y empezaron a gritarme y a lanzarme piedras. Menos mal que allá había un hombre mayor que empezó a reñirles, me imagino que les diría que me dejasen, que yo no era judío, que era un cristiano europeo. De la que me libré aquel día. Con el susto llegué a mi residencia de Jerusalén. En aquel momento empezaba con toda su virulencia la “Intifada” que era la lucha callejera de palestinos contra judíos.
¡Qué gozo me da ver que el Papa Francisco se reúne hoy en Roma con el palestino Mahamud Abbas y con el israelí Simón Peres para rezar juntos por la paz en Oriente Medio! El santo Padre, después de visitar Tierra Santa, se da cuenta de la necesidad de reconciliación y de lo superdifíciles que son las negociaciones políticas por más necesarias que sean. Por eso el Papa Francisco les invita a orar todos juntos, es decir, a pedir la conversión de los corazones de unos y de otros para ver cómo se puede salir de este túnel oscuro de incomprensiones y odios mutuos.
Recordando lo que me pasó en los arrabales de Jerusalén hace ya casi treinta años, me preguntó cómo habrán crecido y evolucionado aquellos chicos que hoy son hombres hechos y derechos. Seguro que la violencia y el odio lo llevan incrustado en su propia sangre. ¿Qué se puede hacer hoy humanamente para abrir estos corazones? Las palabras humanas casi ya no sirven. Por eso el Papa ha buscado otro camino mejor que es el de la oración, es decir las palabras divinas. Cuando ya parece que no quedan soluciones humanas, quedan las soluciones del cielo.
Recordando este incidente que me ocurrió, me viene a la mente pensar qué pernicioso y malo es que en aras de un nacionalismo exacerbado, en Regiones como Cataluña y el País Vasco se eduque a los niños en la confrontación y la violencia, en hacerles ver qué malo es todo eso que lleva el nombre de España. Se siembran vientos que luego son tempestades. Hoy en la fiesta del Espíritu Santo, Espíritu de entendimiento, de unidad y de paz, pedimos que sea Él quien mueva los corazones para echar siempre las bases de una convivencia fraterna.