+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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24 de julio de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap]lbacete – S.I. Catedral, 25 de julio de 2020

Solemnidad de Santiago Apóstol, Patrón de España

 

El Evangelio de San Mateo, proclamado hoy, contiene uno de los episodios más hermosos, tiernos y densos de la Sagrada Escritura. Santiago aparece como una persona que intenta situarse en la vida y que no duda en utilizar el cariño de su madre para lograr sus objetivos. Santiago pensaba que en el Reino de Dios las cosas funcionaban como en los reinos terrenales, a base de influencias. Es la madre de los Zebedeos quien pide para sus hijos el mejor puesto en el futuro Reino del Mesías.

De todos es conocida la respuesta de Jesús a la petición de esta madre para sus hijos. Seguidamente, Jesús añadió éstas otras palabras donde nos deja muy claro cual era y es su enseñanza: “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”. Estas palabras de Jesús son aplicables a cualquier cristiano y, de una manera especial, en esta mañana, a Francisco José, que en unos minutos recibirá el gran regalo de ser ya, para siempre, sacerdote de Jesucristo. No llegas al sacerdocio para que te sirvan, “sino para servir y dar la vida” por aquellos que Dios, a través del Obispo, te encomiende cuidar y pastorear en la Iglesia.

Otro de los elementos importantes que aparecen reflejados en las lecturas sagradas de hoy, y que nos atañe a todos, es la importancia de ser “Testigos de Jesucristo”. Cuando Jesús resucitó y los apóstoles y discípulos recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés, se produjo un cambio sustancial en las vidas. Entonces recordaron las palabras de Jesús y descubrieron que hablar de la resurrección no era sólo pensar en un más allá, sino en un aquí y ahora comprometido, sirviendo y donando la vida en favor de los demás. Los apóstoles se habían convertido en “Testigos”. Seguían siendo igual de frágiles, como una vasija de barro dice San Pablo, pero tenían muy claro que la Resurrección de Jesús se vive en el aquí y en el ahora: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí y por el Evangelio, la encontrará” (Mt 16,24-25). La eficacia pastoral de un sacerdote, y de cualquier bautizado, es el resultado de entregar la vida por amor. Creer en la Resurrección de Jesucristo implica hacer de la vida de uno mismo, sabiéndose elegido y llamado por Él, un ejercicio de entrega y servicio a los demás.

Querido Francisco, llegas al sacerdocio después de una rica experiencia como religioso franciscano y como diácono en la diócesis. En ella has aprendido a vivir con normalidad y generosidad tres elementos que, potenciados ahora con el sacerdocio, marcarán tu vida espiritual y pastoral: la Obediencia, el Celibato y la Pobreza.

Obediencia, “Ob-audire”, es decir, oír y escuchar a Dios en todo momento y circunstancia. La obediencia es la forma concreta de renovar permanentemente la propia vocación. Si amamos a Dios, le escucharemos y obedeceremos. Por eso antes de realizar cualquier obra o acción, lo primero es preguntarse: ¿Estoy cumpliendo la voluntad de Dios? ¿Obedezco a Dios? Cuando obedecemos a Dios, llegamos a vivir una vida de alegría, de libertad y de responsabilidad pastoral. Quien obedece no se da gloria a si mismo, sino a Dios. Deja obrar a Dios. El testimonio de santidad de un sacerdote es un fuerte testimonio de amor, sabiendo que Dios está en él y obrando a través de él en el mundo.

Castidad, que vivida en el celibato sacerdotal construye la vocación con una belleza y fulgor espiritual que dignifica al cuerpo como templo del Espíritu Santo. El celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Gracias al celibato, el presbítero se adhiere a Dios más fácilmente con un corazón indiviso y se dedica más libremente en Cristo y por Cristo al servicio de Dios y de los hombres. Cuida con esmero tu celibato. Las tentaciones son muy sutiles puesto que el Maligno utiliza sus artimañas para confundir y para engañar. Acude a la Virgen María, rézala y, si lo necesitas, déjate ayudar por sacerdotes sabios y expertos en la vida espiritual. Recibe asiduamente el sacramento de la reconciliación. Se fiel en la oración. El celibato es un regalo y una gracia que Dios concede. Confía y da gracias a Dios y Él te ayudará.

Por último, y por ello no menos importante que las anteriores, la Pobreza, que es vivir con austeridad y con la mirada puesta en los más necesitados. Vive con dignidad, pero no con indiferencia hacia las necesidades de los fieles que se te encomiendan. El sacerdote ha de usar los bienes terrenales con sentido de responsabilidad, moderación, recta intención y desprendimiento. La responsabilidad pastoral lleva consigo también tener un orden en las cuentas parroquiales y en la comunión diocesana de bienes.

Mucho ánimo al empezar una nueva etapa en tu vida y vocación. Agradece todo lo bueno recibido, mira hacia delante y abre tu vida a Dios y a las nuevas gracias que acompañarán tu sacerdocio y entrega a los demás, especialmente a los que tienes encomendados. La vocación sacerdotal exige radicalidad, mantener el rumbo y entregarse a la misión evangelizadora con generosidad: “el que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios”.

La vocación es un don inmenso, inmerecido, del que hemos de dar continuas gracias a Dios. Es la luz que ilumina el camino cristiano. Sin ella, sin el conocimiento de esa voluntad específica de Dios que nos encamina directamente hasta él, estaríamos con el débil candil de la voluntad propia, con el peligro de tropezar a cada paso. La vocación nos proporciona luz, y también las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias de la vida. En la vocación, la persona se conoce a sí mismo, conoce al mundo, y conoce a Dios.

Con la vocación recibimos una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal con Dios, a una vida de oración. Cristo nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio de nuestras realidades diarias, y a conocer a los demás como personas e hijos de Dios, es decir, como seres con valor en sí, objetos del amor de Dios, y a quienes hemos de ayudar en sus necesidades y a vivir cerca de Él y en Él. Y no olvides la importancia de la Virgen María en la vida de un sacerdote. Recuerda su indicación en las Bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5).

       Gracias Francisco José por tu fidelidad y perseverancia, por tu madurez humana y espiritual y por tu bondad y entrega. Gracias a D. Daniel, cura párroco de Yeste y sus aldeas con quien has compartido estos últimos años de servicio pastoral y aprendizaje sacerdotal en la diócesis.

Para mí, como obispo de Albacete, eres el segundo sacerdote al que ordeno, mi segundo y nuevo sacerdote. Existe ya una vinculación afectiva, querida por Dios, de padre a hijo, de hermano mayor y amigo. Así lo siento yo, y conmigo un grupo entrañable de sacerdotes que están muy cercanos a tu persona. No eres el único pues, si Dios quiere, y no tardando mucho, en su momento, serán ordenados para esta nuestra diócesis otros seminaristas, candidatos al sacerdocio. Sigamos rezando todos para que el Señor y su Madre, Santa María de Los Llanos, nos bendigan con más vocaciones sacerdotales. La diócesis los quiere y los necesita. Es preciso seguir llamando a los corazones de otros jóvenes y acompañarlos espiritualmente en el discernimiento de su vocación.

Querido Francisco José, gracias y muchas felicidades: “El Señor que comenzó en ti esta obra buena, él mismo la lleve a término” (Ritual de Ordenación).

 

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete