+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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29 de junio de 2019
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Queridos hermanos, estamos de fiesta, de una fiesta grande y significativa: la Ordenación de Álvaro como diácono. Por la imposición de manos de tu Obispo, sucesor de los Apóstoles, se te transmitirá un don espiritual de consagración y un ministerio en la comunión jerárquica del Cuerpo místico de Cristo. Por ello, muy agradecidos, damos gracias a Dios y a su santísima madre, María, en las advocaciones de Los Llanos y de Las Nieves, por este bendito regalo. La diócesis de Albacete, su presbiterio diocesano, su seminario, los seminaristas y compañeros en Alicante, la familia de Álvaro, sus padres Julián y Nieves, su hermano Julián, su parroquia de Chinchilla de Montearagón y sus feligreses y paisanos, la parroquia San Esteban protomártir donde ha estado estos años de pastoral en Alicante, estamos de fiesta y muy contentos.
El Señor nos bendice con un nuevo diácono para nuestra diócesis. Estoy convencido de que este regalo del Señor, esta agua fresca y pura que ahora nos llega despertará y refrescará los corazones de algunos jóvenes deseosos de entregarse generosamente como él al Señor y al servicio de la Iglesia. Gracias especialmente al Seminario de Orihuela-Alicante, a su rector, formadores y profesores por su buen hacer y su colaboración generosa que ha facilitado llegar a este momento importante en la vida de Álvaro y de nuestra Iglesia particular de Albacete.
Recuerdo unas palabras esclarecedoras que el Papa Francisco pronunció hace algún tiempo a los seminaristas de Anagni, y que señalan la senda que ahora va a iniciar Álvaro. Les decía: “·Estar atentos y no caer en el error de pensar que os estáis preparando para realizar una profesión, para ser funcionarios de una empresa o de un organismo burocrático. Os estáis convirtiendo en pastores a imagen de Jesús el Buen Pastor, en pastores como Él, en medio de su rebaño, para alimentar a sus ovejas”. Y añadía el papa Francisco: “El camino pasa siempre por Jesucristo. Jesucristo debe estar en el centro de vuestra vida personal, en el centro de vuestra vida apostólica, en el centro de vuestra vida comunitaria, en el centro de vuestra oración y en el centro de vuestro corazón”.
Convertirse en un buen pastor a imagen de Jesucristo, el Buen Pastor por excelencia, es algo muy grande, y parece que es algo inalcanzable humanamente. En un primer momento parece que es así, pero no es verdad, porque el ejercicio ministerial de un buen pastor no es únicamente una obra suya, sino especialmente de Dios en nosotros, el cual con la fuerza de su Espíritu nos va configurando como otros “Cristos”. Que bien lo expresó san Pablo cuando lo vio realizado en su propia persona: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”; “mi vivir es Cristo”.
La vocación no es tanto una elección que nosotros hacemos, sino aquella elección que Dios ha hecho de nosotros a través de mil circunstancias, las cuales es necesario saber interpretar con fe y con un corazón limpio y recto. “No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que Yo os elegí a vosotros”. Toda vocación es, por sí misma, una gracia, un don, algo que se nos da, que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive y, menos aún, que lo justifique. La vocación es un gesto gratuito de predilección amorosa de Dios hacia una persona concreta. En este caso, hacia tí, Álvaro.
Es importante tener presente que el sí que nos pide el Señor, a cada uno en su propia vida y camino, se prolonga a lo largo de toda la vida, en acontecimientos pequeños y ordinarios unas veces, grandes y sorprendentes en otros, en las sucesivas llamadas (las cuales se irán repitiendo), de las cuales unas son preparación para las siguientes. El sí a Jesús nos lleva a no pensar demasiado en nosotros mismos y a estar atentos, con el corazón vigilante, para descubrir desde donde o desde quién viene la voz del Señor y hacia qué tareas o misiones nos encamina. Tranquilo pues, en este encuentro amoroso se van entrelazando, en perfecta armonía, la propia libertad y la voluntad divina.
La vocación es un don inmenso del que todos hemos de dar continuamente gracias a Dios. Es la luz, la fe que ilumina el camino: el trabajo, las personas, los acontecimientos… Sin ella, sin el conocimiento de esa voluntad específica de Dios que nos encamina derechamente al cielo, estaríamos con el débil candil de la voluntad propia, con el peligro de tropezar a cada paso. La vocación nos proporciona luz, sabiduría, paz, alegría, aceptación de la voluntad de Dios, y también las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias de la vida.
Con la vocación recibimos una invitación a entrar en la intimidad de Dios, a recostarnos como Juan junto al pecho y el corazón de Jesús, al trato personal con Dios, a una vida de oración y a una entrega generosa al servicio de los demás, especialmente de los más necesitados humana y espiritualmente. Cristo nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio de nuestras realidades diarias: el estudio, la vida sacramental, el apostolado…; y a reconocer a los demás como personas e hijos de Dios, es decir, como seres con valor en sí, objetos del amor de Dios, y a quienes hemos de ayudar en sus necesidades materiales y espirituales.
El querer divino, la voluntad de Dios, la vocación, se nos puede presentar de golpe, como una luz deslumbrante que lo llena todo, como fue el caso de San Pablo camino de Damasco, o bien se puede revelar poco a poco, en una variedad de pequeños sucesos, como Dios hizo con San José. De todos modos, no se trata solo de saber lo que Dios quiere de nosotros, de cada uno, en las diversas situaciones de la vida. Es necesario hacer lo que Dios quiere, como nos lo recuerdan las palabras de María, la Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5).
La llamada de Cristo es una llamada de amor para vivir de amor. Los que nos consagramos a Dios no nos cerramos al amor, más bien, entregamos toda nuestra vida al AMOR con mayúsculas, a la fuente misma de todo amor, y a ser en el mundo de hoy testigos del Amor verdadero, del amor que salva, del amor que llena y plenifica el corazón humano.
Algunas recomendaciones: 1- Mantén siempre una relación íntima con Jesucristo y espacios específicos de oración y contemplación, sin prisas, a ser posible. 2- Anuncia el Evangelio con fe y convencimiento, con sencillez y humildad. 3- Vive con amor misericordioso, con sencillez, con generosidad y gratuidad todos los momentos de tu vida, como consagrado a Él y al servicio de su Iglesia. 4- Se devoto de María, Reina de los Apóstoles y, como buen hijo, rézala y pide su protección.
Querido Álvaro: fortalecido con el don del Espíritu Santo, mediante la imposición de las manos heredada de los apóstoles, para que puedas desempeñar eficazmente el ministerio por la gracia sacramental, vas a recibir un importante ministerio en la Iglesia: el Diaconado. Misión tuya será ayudar al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la palabra, en el servicio del altar y en el ejercicio de la caridad, mostrándote servidor de todos.
Es oficio propio del diácono administrar solemnemente el Bautismo, reservar, exponer y dar la bendición con el Santísimo Sacramento, distribuir la Eucaristía, asistir como ministro cualificado en el Sacramento del Matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el Viático a los enfermos, proclamar el Evangelio a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos exequiales, y ser compasivo y diligente en el ejercicio de la caridad y de la administración de los bienes.
Mediante la ordenación como diácono te incorporas al estado clerical y te incardinas en una diócesis, en esta querida diócesis de Albacete. Y por la libre aceptación del celibato ante la Iglesia te consagras a Cristo de un modo nuevo. Como servidor de Jesucristo, nuestro Señor y modelo de Buen Pastor, sirve con amor, generosidad, humildad y alegría tanto a Dios como a los hombres. Y que “El Señor que comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a su término”.