+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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20 de mayo de 2021
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]sta tarde-noche, según me lo habíais indicado, queríais que os hablase de la vocación de la Virgen María, y de nuestras vocaciones personales, según la voluntad del Señor.
La Sagrada Escritura, por boca del profeta Isaías, anunció la vocación de María: “Una Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y se llamará Emmanuel, que significa “Dios con nosotros” (Is. 7,14). El pueblo hebreo estaba familiarizado con las profecías que señalaban a la descendencia de Jacob, a través de David, como portadora de las promesas mesiánicas. Pero no podía imaginar tanto: el Mesías iba a ser el mismo Dios hecho hombre.
“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (2 Gal 4,4)2. Y esta mujer, elegida y predestinada desde toda la eternidad para ser la Madre del Salvador, había consagrado a Dios su virginidad, renunciando al honor de contar entre su descendencia directa al Mesías. “Desde la eternidad yo fui predestinada” (Prov. 8,23-31), dice el libro de los Proverbios, prefigurando ya a María, nuestra Señora, como la Madre del Hijo de Dios.
María aparece como la Madre virginal del Mesías, que dará todo su amor a Jesús, con un corazón indiviso, como prototipo de la entrega que el Señor pedirá a muchos. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió al Arcángel Gabriel a Nazaret, donde vivía la Virgen. La piedad popular presenta a María recogida en oración mientras escucha, atentísima, el designio de Dios sobre Ella, su vocación: “En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David, la virgen se llamaba María”. El ángel la dijo: “Alégrate María, llena de gracia, el Señor está contigo”. Y añadió: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y lo pondrás por nombre Jesús”. Dios, respetando tu decisión de permanecer virgen, y alegrándose de ello, quiere que seas la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios. No hay dificultad alguna para Dios, aunque no conozcas varón alguno: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios”. Esta es tu vocación por designo divino, esta es tu misión, por voluntad divina. Y María da su pleno asentimiento a la voluntad divina: “Hágase en mí según tu palabra”. Desde ese momento acepta y comienza a realizar su vocación: ser Madre de Dios y Madre de los hombres.
Ante la Voluntad de Dios, la Virgen tiene una sola respuesta: amarla. Al proclamarse la esclava del Señor, acepta sus designios sin limitación alguna. La Virgen acepta con suma alegría no tener otro querer que el de su Amo y Señor. Se entrega al Señor sin limitación alguna, sin poner condiciones.
El centro de la humanidad, sin saberlo, se encuentra en la pequeña ciudad de Nazaret. Allí está la mujer más amada de Dios, aquella que es también la más amada en la Iglesia, la más invocada de todos los tiempos, vida, dulzura y esperanza nuestra. ¡Madre! ¡Bendita eres entre todas las mujeres!
En función de su Maternidad, fue rodeada de todas las gracias y privilegios que la hicieron digna morada del Altísimo. Dios escogió a su Madre y puso en Ella todo su Amor y su Poder. No permitió que la rozara el pecado: ni el original, ni el personal. Fue concebida Inmaculada, sin mancha alguna. Y le concedió tantas gracias “que por debajo de Dios no se pudiera concebir mayor, y que nadie, fuera de Dios, pudiera alcanzar a comprender”, decía el Papa Pio XI.
Todos los privilegios y todas las gracias le fueron dadas para llevar a cabo su vocación. Como en toda persona, la vocación fue el momento central de su vida: Ella nació para ser Madre de Dios, escogida por la Santísima Trinidad.
Imitando a la Virgen, nosotros, no queramos tener otra voluntad y otros planes sino los de Dios. Y esto en cosas trascendentales para nosotros, como es nuestra propia vocación, y en las pequeñas cosas ordinarias de nuestros estudios o trabajos, familia, amigos o relaciones sociales.
La vocación es también en cada uno de nosotros el punto central de nuestra vida. El eje sobre el que se organiza todo lo demás. Todo o casi todo depende de conocer y cumplir aquello que Dios nos pide y que ha pensado para nuestra felicidad.
Seguir y amar la propia vocación es lo más importante y lo más alegre de la vida. Pero a pesar de que la vocación es la llave que abre las puertas de la felicidad verdadera, hay quienes no quieren conocerla, prefieren hacer su propia voluntad en lugar de la Voluntad de Dios, quedarse en una ignorancia culpable en vez de buscar con toda sinceridad el camino en que serán felices, alcanzarán con seguridad el Cielo y harán felices a otros muchos.
El Señor sigue llamando de forma personalizada. También hoy. Nos necesita. Además, a todos nos llama con una vocación santa: una invitación a seguirle en una vida nueva cuyo secreto lo posee Él. Entonces dijo a los discípulos: «Si alguno quiere seguirme (ser mi discípulo), que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16,24-25). Todos hemos recibido por el Bautismo una vocación para buscar a Dios en plenitud de amor. La llamada del Señor a una mayor entrega nos urge, entre otras razones, “porque la mies es mucha y los operarios pocos” (Mt 9,37). Y hay mieses que se pierden cada día porque no hay quien las recoja.
También, hemos de recordar, agradecidos, que la vocación no es tanto una elección que hemos realizado nosotros, sino una elección que Dios ha hecho de nuestras personas: “No sois vosotros quienes me habéis elegido, soy Yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. 15,16). Toda vocación es, por sí misma, una gracia, un don que se nos da, que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive y, menos aún, lo justifique.
La vocación es un don inmenso del que tenemos que dar continuamente gracias a Dios. La vocación nos proporciona luz, y también las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias de la vida. Con la vocación recibimos una invitación a entrar en la intimidad de Jesucristo, en su corazón, al trato personal con Dios, a una vida de oración. Cristo nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio de nuestras realidades diarias; y a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, es decir, como seres con valor en sí, objetos del amor de Dios, y a quienes hemos de ayudar en sus necesidades materiales y espirituales.
Jesús eligió a sus apóstoles y discípulos para «estar con Él y para enviarnos a evangelizar», a dar fruto y un fruto de amor muy abundante y eterno (Mc 3,13). Jesús ofrece su amistad, su amor divino (Jn 15,15) y nos enseña a conocer cómo es su corazón de buen Pastor (Jn 10) y buen Sembrador. Él quiere encomendarte una tarea en su Iglesia: ser pastor de sus ovejas y sembrador de la semilla del Evangelio: «como el Padre me ha enviado, así también te envío yo» (Jn 20, 21).
No estarás nunca solo en esta misión, pues Jesucristo te acompañará siempre para que nunca te falte su compañía y la ayuda de su Santo Espíritu.
Os recuerdo, para terminar, la recomendación que nos hace el Papa Francisco en su Exhortación Christus vivit, en el número 161: «Déjate amar por Dios, que te ama así como eres, que te valora y respeta, pero que también te ofrece más y más; más de su amistad, más fervor en la oración, más hambre de su Palabra, más deseos de recibir a Cristo en la Eucaristía, más ganas de vivir su Evangelio, más fortaleza interior, más paz y alegría espiritual”.
Que Santa María nos haga cada día más contemplativos para conocer y amar mucho más a Jesucristo, para descubrir fácilmente sus llamadas continuas a la puerta de nuestro corazón y para escuchar su voz y recibir el impulso de su gracia.