+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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17 de marzo de 2022

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Albacete, 18 de marzo de 2022

La escucha de este texto evangélico de Mt 16, 21-27, en este acto vocacional y de oración por los jóvenes a quienes Dios ha elegido y quiere llamarlos a estar muy cerca de Él, de su presencia y amor, como seminaristas y futuros sacerdotes de Jesucristo en su Iglesia, nos revela que Jesús tenía en su mente la intención de preparar y ayudar a sus discípulos a entender y vivir su cercana Pasión y su Muerte en la Cruz. Por ello les dice, con el ánimo de que pudiesen entender los hechos dolorosos que estaban a punto de suceder: “que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, que tenía que ser ejecutado, y que resucitaría al tercer día”.  La reacción impetuosa, como en otras ocasiones de Pedro, no fue la que Jesús esperaba. “Pedro se lo llevó aparte y se puso a regañarlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Maestro! Eso no puede sucederte». Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! (Sé un buen discípulo). Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Jesús entonces, intentando aportar luz a sus discípulos, les dice: “Si alguno quiere venir en pos (detrás) de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”. “Pues, ¿de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?”.

Estas palabras de Jesús son desafiantes. Jesús nos desafía a mirar con mayor profundidad. ¿Traen estas cosas verdadera felicidad, paz y dan sentido a nuestras vidas? ¿O nos roban nuestra vida? Jesús comienza a decirles a sus discípulos más cercanos que no esperen un triunfo glorioso tal como los hombres estamos acostumbrados, que su victoria va a ser difícil de ver, porque sucederá en la resurrección después de la pasión y la cruz.

Jesús no retrocede en el cumplimiento de la misión que el Padre le ha encomendado: salvarnos mediante la entrega de su vida en la Cruz, llena de amor y de obediencia al Padre. Por el contrario, reprende con fuerza a Pedro, a quien pondrá al frente de su Iglesia, a quien tanto quería, incluso llamándolo Satanás. Jesús nos llama a seguirlo en su camino hacia la cruz, llevando nuestra propia cruz cada día. Jesús nos despierta y nos desafía a estar listos para perder nuestra vida para ser capaces de salvarla. ¿Qué significa esto en mi vida, aquí y ahora? ¿Me siento llamado a despojarme de algo precioso para mí hasta ahora, para poder vivir más plenamente identificándome con Jesucristo?

No fue nada fácil para los apóstoles aceptar que Jesús no era como se lo imaginaban. Tampoco fue nada fácil para Jesús recorrer su camino hacia la cruz. Y seguro que tampoco fue fácil para Él tener que anunciar que “el que quiera seguirme, que tome su cruz”. Con razón se quedó al final con muy pocos discípulos, los más cercanos, los más fieles, los más incondicionales.

El evangelista nos invita hoy a seguir el camino más difícil, pero él único que nos llevará a la salvación. Debemos vivir como Jesús, llenos de amor divino, repartiéndolo con generosidad a los más desamparados, siendo acogedores y cercanos a la gente, buscando no sólo nuestro bien, sino el bien común. Jesús no puede hablar con más claridad: quién quiera salvarse debe seguirle, liberarse de las ataduras de este mundo, amar sin límites y confiar totalmente en Él.

Las palabras de Jesús que hemos escuchado en el Evangelio de san Mateo parece que son pronunciadas por Jesús de forma provocadora, pero veraz: “Si alguno quiere venir en pos (detrás) de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”.

Si se acepta la cruz, ésta genera salvación y da serenidad, como lo demuestran tantos testimonios hermosos de jóvenes creyentes. Sin Dios, la cruz nos aplasta; con Dios, la Cruz nos redime y nos salva», decía san Juan Pablo II.

Hay pues, dos maneras diferentes de orientar nuestra vida cristiana: una conduce a la salvación, la otra a la perdición. “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”. Jesús nos invita a todos a seguir el camino que parece más duro y menos atractivo, pues conduce al ser humano a la salvación definitiva.

El primer camino consiste en aferrarse a la vida viviendo exclusivamente para uno mismo, hacer del propio yo la razón última y objetivo supremo de la existencia. Este modo de vivir buscando siempre la propia ganancia o ventaja conduce al ser humano a la perdición.

El segundo camino consiste en saber perder, viviendo como Jesús, abiertos al objetivo último del proyecto humanizador del Padre: saber renunciar a la propia seguridad o ganancia, buscando no solo el propio bien sino también el bien de todos los demás. Este modo generoso de vivir conduce al ser humano a su salvación. Jesús está hablando desde su fe en un Dios Salvador, pero sus palabras son también una severa advertencia para todos. 

Jesús sigue llamando a muchos jóvenes a ser sus amigos, a dejarse amar por Él, a abrir su corazón y su persona e inundar los nuestros con su amor y misericordia, a responder positivamente a su elección y llamada, a ser sus discípulos misioneros, sus apóstoles, los trabajadores de su viña y los pastores de su rebaño. Sus palabras cercanas y llenas de luz iluminan su llamada ante nuestras dudas y miedos humanos: “Ánimo, soy yo; no tengáis miedo; estoy vivo, he resucitado” (Mt 14,17). ¿Pedro, porqué dudas, porqué tienes miedo? Acabas de contemplar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces; ¿has visto muchos milagros, has visto la vuelta a la vida de mi amigo Lázaro? Me has visto a mí y has estado conmigo, has comido conmigo varias veces, vivo y resucitado. No tengas miedo y recuerda mis últimas palabras antes de regresar a la casa del Padre: “Yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). “Ánimo, soy yo; no tengas miedo; estoy vivo, he vencido a la muerte y al pecado, he resucitado” (Mt 14,17).

 

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete