Pablo Bermejo

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20 de diciembre de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]stos días previos a la celebración de Nochebuena, se está llevando a cabo la ‘Operación Kilo, Litro y la Lata’ en muchos supermercados de Albacete. Cuando vayamos a comprar alimentos para nuestra casa, seguramente nos encontremos a la entrada del supermercado a 2 ó 3 jóvenes repartiendo folletos y pidiendo cualquier aportación en forma de alimento, preferiblemente de tardía caducidad. Siempre que los veo me acuerdo de cuando yo tenía 15 años y también repartía papeles y explicaba a los clientes “Somos de San José, estamos reuniendo kilos litros y latas para el Asilo y el Cotolengo”. Era nuestra primero incursión en el mundillo público, y nos sirvió para aprender de primera mano a tratar con distintas clases de personas. Nos aprendíamos de memoria la música navideña del supermercado y, con cada aportación que nos dejaban en el carro, sentíamos un leve flechazo de alegría que nos animaba a seguir recibiendo a la gente en la entrada para pedirles por favor una colaboración.

Durante tres años participé con las dos mismas personas, Jero y Raimundo, en los dos mismos supermercados. Además de hacer hincapié en lo importante de esta operación promovida por La Parroquia de San José desde hace muchos años, me gustaría comentar la oportunidad que implícitamente nos daba participar de esta actividad. Aquellos días fueron la primera vez que pasábamos tanto tiempo juntos sin estar compartiendo un pasatiempos como jugar a un videojuego o practicar algún deporte; es decir, pasábamos varios días enteros juntos solamente hablando, a excepción del tiempo de repartir los folletos informativos. Éramos tres y hablamos de cualquier tema. Comenzábamos el día comentando cualquier insignificancia, luego hablábamos de lo que sentíamos por alguna chica de clase y finalmente el día acababa tratando temas más profundos. Sin embargo, la lección más grande que aprendí fue el valor que tiene una relación de amistad en la que el silencio es cómodo. Desde aquellos días (han pasado 12 años), son dos de las personas con quienes más cómodo me siento en silencio y me es muy sencillo comenzar a hablar de cualquier tema con la profundidad que sea.

Recuerdo esos días de kilo, litro y lata como un regalo de la Parroquia de San José, y cada vez que los rememoramos nos viene una sonrisa cómplice a la cara. Muchas veces esto me hace pensar cuántos voluntariados nos devuelven más de lo que damos, y es inevitable percibir cierta magia en estos acontecimientos.

Este año, como todos los años, desde hace 12, les daré parte de mi compra a los jóvenes en la puerta del supermercado de mi barrio, y no podré evitar imaginarme alguna conversación que se llevarán entre manos a la vez que llenan su carro para ayudar a gente que lo recibirá con un profundo agradecimiento, y necesidad.