+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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25 de octubre de 2014

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Queridos amigos:

Sois muchos los que  andáis enrolados en las tareas de nuestra Iglesia de Albacete. Las cartas con que a lo largo de las próximas semanas entraré en contacto con vosotros quieren ser, ante todo, correspondencia a vuestra amistad y expresión de admiración y de gratitud por el admirable servicio que hacéis. Y si me lo permitís, repasaré con vosotros algunos de los requisitos imprescindibles en vuestra misión.

Doy gracias a Dios por vosotros, por vuestra gratuidad y vuestro compromiso. ¿No es admirable que, en un mundo tan marcado por el individualismo y los intereses personales, seáis miles las personas que voluntariamente, sin nómina ni dietas, dedicáis tantas horas de vuestro tiempo al servicio de la fe y de los demás en vuestras comunidades o en la Iglesia diocesana? La actividad catequética, la liturgia o la acción caritativa y social saben mucho de vuestra generosidad. Algunos sois nuevos. ¡Bienvenidos!-. Otros, lleváis muchos años de entrega incansable a la tarea. ¡Gracias!

Dejadme recordaros que, aunque fuisteis vosotros los que un día os ofrecisteis a vuestra parroquia, los que os enrolasteis en un movimiento o asociación apostólica, no sois evangelizadores por cuenta propia. Respondisteis a una llamada a la que os debéis. La misma que, salvadas las distancias, hizo Jesús a sus discípulos para que fueran compañeros suyos en el anuncio de la Buena  Nueva a los pobres, en el servicio al Reino. Aunque la llamada os haya llegado a través del párroco o haya brotado como una flor en vuestro interior, es Dios mismo el que os llama y el que os necesita. La semilla de la fe recibida en el bautismo ha fructificado en vosotros. Y la llamada, ¿sabéis?, más que un título de honor, que lo es también, es una vocación de servicio.

Dios ha puesto en vuestras manos el misterio de la salvación, su Hijo Jesús, su Evangelio, para que lo anunciéis con alegría y abráis a otros el camino hacia el Padre.

No trabajáis en una organización sólo humana, como si fuera un club, una digna asociación cultural o una ONG que hace cosas hermosas por los necesitados. Trabajando en la Iglesia lleváis entre manos un misterio de gracia que vosotros mismos debéis acoger, profundizar y vivir.

Es bueno que os acostumbréis a admirar y contemplar el misterio al que servís. Todo evangelizador necesita ser un contemplativo. Las tareas no deben ahogar la capacidad de admiración y sorpresa. Cuando no somos capaces de asombrarnos caemos en la rutina. Si no somos capaces de adorar con hondura la grandeza del misterio, nos convertimos en propagandistas, y sabéis muy bien que evangelizar no es hacer propaganda.

Todavía quiero recordaros hoy una última cosa. La evangelización es ante todo obra del Espíritu. Sin su aliento se debilita la fe, sin su fuerza somos incapaces de manifestarnos como creyentes y nos cansamos pronto de “tomar parte en los duros trabajos del Evangelio”, como le decía Pablo a un joven obispo al que había ordenado. Pero es que, además, es el Espíritu el que hace fecunda nuestra tarea de evangelizadores. Él es, en definitiva, el que mueve y conmueve, el que vence y convence en el corazón de cada hombre.

En resumen: Sois “obra del Espíritu en favor de los demás”, que dice un amigo mío. Un evangelizador sin experiencia del Espíritu es una contradicción, no más que “una campana que suena o unos platillos que aturden”. ¡Buen trabajo!

                              Con mi gratitud y afecto.