Manuel de Diego Martín

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21 de febrero de 2009

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Cuando llegan tiempos de elecciones da la impresión de que se abre la mítica Caja de Pandora, de la que salen los truenos y rayos que allí estaban encerrados produciendo las peores tormentas. Podemos decir que ahora nos encontramos en temporal de alerta roja.

Si escuchamos debates radiofónicos que airean un poco la corrupción de nuestros políticos, y se da la palabra a los oyentes, enseguida llegan las intervenciones casi todas en la misma dirección. Dicen cosas como estas: “Todos son iguales. Con estos políticos ¿a dónde vamos a parar? Es que ya no sabemos a quién dar nuestro voto…”

El filósofo Aristóteles decía que “el universal” es un concepto que se aplica a todos y a cada uno de la misma manera. Así pues, si decimos que todos los políticos son iguales, estamos haciendo una injusticia. Todos no son iguales. Hay mucha gente buena y honrada dentro de los gobiernos y dentro de los partidos.

En el mundo eclesial, sucede algo parecido. Un día se destapa un cura corrupto por el dinero, la lujuria o el afán de poder. Enseguida muchos se apresurar a decir: “si es que todos los curas son igual de sinvergüenzas…” No es justo decir esto, ya que la mayoría de los curas viven con limpieza y dedicación su ministerio. Hay que tener cuidado de no universalizar, sin negar tampoco la realidad de que hay curas que dejan mucho que desear.

Hubo un tiempo en que no algunos curas, sino muchos, dejaban bastante que desear. El Concilio de Trento en el siglo XVI quiso corregir todo esto inventando aquello de los Seminarios. Para que un chico pudiera llegar a ser cura, tenía que estar doce años en plan de internado. Allí aprendía a rezar, a estudiar la teología, a ser obediente, a vivir en castidad. Y cuando ya le veía maduro, entonces se le imponían las manos. Y a pesar de todo, aún salían curas, cabras mochas, que tiraban al monte.

¿Qué hacer con los políticos que tienen la misión de gestionar el bien común? Si los que llegan al poder son los más vivales, los más astutos, ambiciosos, amigos del dinero y de la buena vida. Si además tienen un espíritu maquiavélico, en no reparar en nada con tal de conseguir sus objetivos ¿Qué se puede esperar de ellos?

Ahora vemos que cuando el barco de nuestra sociedad, por la terrible crisis económica, parece que zozobra, ahí está la tripulación, es decir, nuestros dirigentes, con sus peleas intestinas, sus mutuos “navajeos”. A la vez con sus grandes despilfarros y juergas. Ellos, que están llamados a sacar el barco de los escollos, nos ofrecen el espectáculo de verlos hundidos en su miseria moral.

¿Cómo se podría formar una escuela de dirigentes, una especie de noviciado en el que se preparase a los políticos para ejercer su noble misión? De esta forma, si se viera a un chico demasiado ambicioso, al que le gusta en exceso el dinero, las mujeres, el despilfarro; un muchacho al que se le viese demasiado soberbio y orgulloso hasta el autismo, habría que decirle, mira tú no vales para la política. Platón decía que la República la tienen que gobernar “los aristoi” es decir, los mejores. Si los que están al frente no son buena gente, no hay mucho que esperar, la ruina está más que cantada.