Antonio Carrascosa Mendieta
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10 de octubre de 2020
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Leyendo la parábola de este domingo me ha venido a la cabeza la Moskitia nicaragüense, donde está de misionero mi buen amigo Javi Plá al que muchos conocéis. Cuando el coronavirus empezó a convertirse en una amenaza por aquellas tierras, Javi me comentó cómo había aumentado considerablemente el número de parejas que querían casarse. Sin duda, ante el temor de la muerte, muchos buscaban “regularizar” su situación. Aquello me resultó muy curioso porque aquí sucedió todo lo contrario: se aplazaron la inmensa mayoría las bodas, incluso mucho más allá del periodo en el que permanecieron cerrados los templos. Desde luego, no es mi intención poner como ejemplo lo de allá y criticar lo nuestro. Son contextos culturales diferentes y vaya por delante que es más que comprensible estos retrasos de fecha. Pero lo que es evidente es que el significado que se le da al sacramento en uno y otro caso es diametralmente opuesto. Y la alegría asociada a tal evento también lo es. La boda es una fiesta que hay que celebrar, y si es posible a lo grande; pero en el primer mundo parece ser que no estamos para fiestas.
Llegados al vigesimoctavo domingo del tiempo ordinario, y dadas las circunstancias, era de esperar que el Padre de la parábola hubiese suspendido la boda y la hubiese aplazado para cuando “todo esto se pase un poco”. Quizás no hubiese estado mal organizar una simple “no-fiesta” para tranquilizar los ánimos. Pero, sorprendentemente, Dios no ha cancelado su fiesta con la que está cayendo. Al contrario: la boda sigue adelante y se invita a todo el mundo. Porque se trata nada menos que de la alianza entre su Hijo y la humanidad. Todos estamos invitados a vivir en esta inmensa alegría, a disfrutar de este banquete permanente que es saberse amado por Dios. ¿Acaso esto se puede posponer? Claro que no; y, como saben bien en la Moskitia, cuanto antes lo celebremos, mejor.
En un mundo asustado, más dividido que nunca y con pocas ganas de utopías, la Iglesia tiene un mensaje que merece un banquete: es posible recomenzar una humanidad nueva, está en nuestras manos hacer de este mundo un lugar habitable para todos, sentirnos y comportarnos de un modo fraterno. Leamos todos los cristianos -incluso invito a los que no lo son- este nuevo documento del papa, Fratelli tutti. No para entresacar frases bonitas, que eso se nos da muy bien a todos, sino para escuchar en nuestro interior la invitación a matrimoniarnos con la esperanza, a comprometernos con el diferente, a proclamar a los cuatro vientos que, a pesar de nuestras torpezas, Dios se ha desposado con nosotros porque confía en el ser humano.
En esto consiste el ser de la Iglesia: somos una tarjeta de invitación a una fiesta que no se puede postergar, porque queda muy poco tiempo para salvar esta sociedad y este planeta. Hay que regularizar la situación cuanto antes. Y seguro que lo haremos, porque Dios no es de los que posponen sus compromisos.
Francamente, no sé si en la Iglesia estamos siendo fieles a esta misión. Nuestras liturgias, nuestros compromisos, nuestras palabras, ¿son reflejo de este banquete o más bien tics de solterones amargados? Cuidado con el sorprendente final de la parábola: el que no esté para fiestas, el que no esté vestido de fiesta, que se vaya. Tendríamos que preguntarnos por qué a veces la Iglesia transmite la sensación de estar invitando a un funeral más que a una boda. Y que nadie me diga que el vestido no hace a la persona, porque eso no es cierto, y nuestra parábola concluye con ello. Me resulta preocupante que muchas de nuestras liturgias se estén pareciendo últimamente más a El entierro del conde de Orgaz de El Greco (no nos falta ni la nobleza caballeresca) que a la Cena de Emaús de Caravaggio. ¡Ojo con el Padre del novio, que no deja de pasearse por el salón de bodas! Estoy convencido de que a los que echaría del banquete no sería a esos dos de Emaús de coderas raídas: ellos llevan el traje de fiesta en el rostro. Ellos comunican desde lo profundo que se han encontrado con el novio. Los otros… con los otros no sé yo lo que haría, porque después de dos mil años el Padre ha suavizado su genio. Echarlos no, pero sin duda les pediría amablemente que pospongan un poco sus “no-fiestas”: por lo menos hasta que pase todo esto.