Fco. Javier Avilés Jiménez
|
17 de noviembre de 2012
|
191
Visitas: 191
Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. [Benedicto XVI, Porta Fidei 2]
Ojalá y el Papa tenga razón en que los cristianos andamos muy preocupados por las consecuencias sociales de nuestro compromiso. Si así fuera, no atravesaría la religión en general, y la Iglesia en particular, la crisis de irrelevancia, de pérdida de influencia y credibilidad que denuncian las estadísticas. De lo que no cabe duda, es que la fe no puede darse por supuesto, que exige una continua profundización y actualización, que como decía el Papa al principio de esta Carta Apostólica, la fe es un proceso que dura toda la vida. No, la fe no es un «presupuesto obvio de la vida común», requiere decisión, se alimenta de una constancia en continua renovación. La costumbre, la moda, los hábitos culturales, pueden inducirla, crear un cierto clima favorable -o contrario- pero la fe va más allá y viene de más hondas raíces que lo pasajero y circunstancial. A nivel personal, creer es fruto de una suma de experiencias y opciones. Como Iglesia, somos los herederos de una tradición viva que ha llegado hasta nosotros por el testimonio y la fidelidad, atravesando épocas y civilizaciones.
Pero retengamos la observación de Benedicto XVI. No podemos dar por sentado que la fe está conquistada y asegurada para siempre. Ni que por ser la nuestra una sociedad y una cultura impregnadas por el Cristianismo, no hace falta seguir anunciando, ser misioneros. Y por ello mismo, las consecuencias sociales, la estela transformadora de nuestro compromiso, también nos deben preocupar, sin descuidar aquello, la vitalidad siempre renovada de la fe, que es la única que sostiene cualquier compromiso cristiano.