Juan Iniesta Sáez

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26 de octubre de 2025

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Dos hombres subieron al templo, al lugar donde se constata la «oficialidad» de los estatus sociales, en una sociedad teocrática como la judía de los tiempos de Jesús. Y en esa oficialidad, el fariseo ocupa el estatus del justo; el publicano, el del pecador, identificado públicamente como tal.  No nos engañemos pensando que esos parámetros son cosa del pasado. También en el siglo XXI y en nuestra sociedad occidental, nada teocrática, identificamos a ciertas personas como los justos y a otros como los apestados sociales.

Es más, posiblemente desde el punto de vista de entonces como del de ahora, esas etiquetas fuesen «válidas». El fariseo dice de sí mismo, y seguramente lo cumple, que observa a rajatabla la Ley de Moisés, y por tanto se sabe seguro en el camino de la salvación. Nos puede parecer que «va de sobrado», pero no deja de constatar una realidad en su vida: es cumplidor. Y eso, obviamente, no es malo. Pero es una vivencia de la religión demasiado formal y, en el fondo vacía, sin alma.

El publicano, un extorsionador público que maltrata a los suyos para contentar al opresor romano y para su propio beneficio egoísta, sabe que está lejos de cumplir la Ley, aunque él también la conoce y por eso le pesa en la conciencia. Le pesa hasta el punto de hundir su cabeza entre los hombros y no ser capaz de alzarla para mirar cara a cara a Dios. Y, sin embargo, es éste, sin apenas alzar la testuz, el que cruza miradas con el Dios de la misericordia.

El fariseo, autojustificado, no necesita de la justicia de Dios. Se sobra y se basta por sí mismo. Cumple, pero no vive. Porque la vida se teje en la relación, y éste no necesita de Dios ni de una relación real con Él. Por el contrario, el publicano vive desde su indigencia moral como alguien que no es que meramente apetezca o procure un encuentro con el Dios que redime, que alza, que restaura, sino que realmente lo necesita, aunque sepa que no es digno de él. Cabría preguntarse quién lo es. Es éste, el publicano, quien puede vivir agradecido al Dios de la misericordia porque se sabe mirado con esa actitud. Precisamente por eso, es también quien mejor puede proclamar, con su cambio de vida, que se ha encontrado de verdad con el Redentor, que, por el amor experimentado en forma de perdón, lo ha restaurado en su dignidad de hijo, de amigo, no sólo de siervo.