Manuel de Diego Martín
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29 de septiembre de 2007
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Estos días estamos leyendo en la misa diaria el libro de Esdras. Este libro nos cuenta cómo el pueblo de Israel hizo la transición. Es decir, cómo paso de la esclavitud de Babilonia a recobrar su libertad. Entre las libertades adoradas por los israelitas estaba en primer lugar la liberad religiosa. Así pues consiguieron volver a construir el Templo, a organizar de nuevo la vida religiosa y social, poner en pie todas las instituciones culturales que habían sido barridas por el invasor babilónico… En una palabra: empezó para Israel una etapa de paz y prosperidad.
Los israelitas vivieron este cambio como un regalo de la mano amorosa de Dios que nunca se olvidaba de su pueblo. Pero el cambio se debió también a dos grandes gobernantes, Ciro y Darío, reyes de Persia, que comprendieron que la fe religiosa de los pueblos ocupados debe ser digna de todo respeto. Por tanto, en vez de ahogar, eliminar, lo que se debía hacer es colaborar a que cada pueblo viviese en libertad sus tradiciones religiosas. De esta manera Darío y Ciro apoyaron económicamente para que los judíos reconstruyeran su Templo, que era el símbolo más grande de su religiosidad.
Desde esta perspectiva histórica vemos el tremendo error que cometen aquellos gobernantes, víctimas de un puro y duro laicismo que parece no tener otro objetivo que acabar con toda manifestación religiosa. Así vemos cómo llegan al colmo de subvencionar con dinero público acciones que ridiculizan, silencian o tienden a barrer el hecho religioso.
Exposiciones como la reciente de Madrid sobre el tema “Dios es” que al final parece decirnos que todas las religiones son malas, sobre todo las monoteístas, en concreto la católica, que es mayoritariamente la nuestra, como perniciosas para la convivencia ciudadana. La Exposición de Ibiza en la que con dinero público, y con el pretexto de que son obras de arte, se presenta a nuestro Señor Jesús de una manera terriblemente ofensiva y también al Papa Juan Pablo II, nos hacen entender la dinámica que están tomando algunos gobernantes que se parece a la de aquella bestia llamada Nabucodonosor que acabó destruyendo todo, aquel que no dejó en Jerusalén piedra sobre piedra.
Queremos, pues, como gobernantes a gentes como Ciro y Dario, aquellos reyes de Persia, que tuvieron sensibilidad para entender que el respeto a la fe religiosa de un pueblo, aunque no la compartiesen, era muy importante para la convivencia y la prosperidad entre todos. Cuando se ha querido ahogar esta fe, la historia nos dice que se han cosechado males mayores. ¿Es que la tesis marxista de que la religión es el opio del pueblo, después de haber sembrado tanta destrucción en el mundo, no está superada? Para algunos parece que no.