Manuel de Diego Martín

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26 de febrero de 2011

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Estos días se ha repetido mucho en los medios de comunicación el grito de un líder político que asediado por las revueltas reivindicativas de su pueblo, e incapaz de solucionar los problemas desde la humildad y el diálogo, como se le pide desde todas las instancias internacionales, no ha tenido otra salida que decirnos que está dispuesto a morir matando.

¡Cómo contrasta este grito y actitud mental con el evangelio de la semana pasada! Jesús nos decía “no hagáis frente al que os agravia” y el más difícil todavía: “amad a vuestros enemigos”. Nuestro Señor desde la cruz pide perdón al Padre por aquellos que lo crucifican, porque los pobres no saben, decía Jesús, lo que se hacen. ¡Qué bueno es Jesús! Claro que muchos sí sabían lo que se hacían. Para El hubiera sido muy fácil matar y evitar el morir. Pero no quiso. Cuando llegan a prenderle en el huerto Pedro echa enseguida mano a la espada y hace un pequeño estropicio cortando la oreja a un pobre hombre. Jesús lo cura y reprende a Pedro. Guarda esa espada, le dice, y le recuerda que en su poder estaba el pedir al Padre un gran ejercito y acabar en un santiamén con todos. De esta manera Jesús nos hace comprender que la violencia y la muerte no sirven de nada. Sólo sirve el amor.

En este tiempo estamos contemplando cómo muchos pueblos del mundo árabe están viviendo momentos convulsos, dramáticos. Pedimos al cielo que en ellos triunfe al fin el entendimiento, el diálogo, no la violencia y la muerte. Pedimos a las instancias internacionales que medien para hacer entrar a todos en razones. El papa Benedicto dice en “Caritas in veritate” y lo repite en mil ocasiones que solamente la conversión del corazón y la búsqueda del bien común traerá unas relaciones justas de paz entre los pueblos. Si ciertos grupos y personas siguen enrocadas en sus egoísmos individuales, en sus constantes expolios haciendo a los pueblos más pobres y amordazando sus libertades, entonces la paz no es posible. El cambio en estas latitudes es necesario, pero no para haya otros amos y nuevos esclavos, o lo mismos perros con diferentes collares, lo que importa es que no haya nunca más amos ni esclavos, o perros con collares disfrazados.

Los que somos creyentes en Jesús de Nazaret  no podemos por menos que mirar al Crucifijo y ver en él un símbolo de lo que es el amor, el perdón, la entrega por todos, para que sea posible la paz. ¡Qué pena que haya entre nosotros tanto laicista puro y duro que sería la mar de feliz si todos los crucifijos desparecieran de nuestros paisajes! Han olvidado que el Crucifijo es el símbolo más grandioso que nos recuerda cada día que el camino de la paz no es morir matando, sino ser capaces de morir para que otros puedan vivir.