Antonio Abellán Navarro

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6 de enero de 2007

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El P. Emiliano López Bravo, agustino, nació en 1910 en Palencia y murió en 1990. Al comienzo de la guerra, fue encarcelado en Cuenca, junto con el sacerdote Fulgencio Bordería Verdejo. Conseguida la libertad, se dirigieron ambos a Navas de Jorquera, donde D. Fulgencio tenía su casa, tras una larga y peligrosa peregrinación nocturna de más de 130 kms a través de los extensos pinares de Cuenca. El 1 de noviembre llegaron a Navas de Jorquera. A los cuatro meses de su llegada, murió la madre de D. Fulgencio, recibiendo la absolución sacramental de manos de su propio hijo y teniendo que ser enterrada sin el consuelo de unos funerales cristianos. Más D. Fulgencio se decidió a celebrar en la clandestinidad la Santa Misa, como los antiguos cristianos en las catacumbas, y como en estos duros tiempos lo hacían muchos sacerdotes, en la cárcel o en lo escondido de sus refugios. Celebraron su primera misa durante la guerra en la Pascua de Resurrección de 1937, custodiando al Señor Sacramentado en la pobre cárcel de un baúl de ropa, para evitar toda sospecha: una colección de Formas para poder comulgar con frecuencia, celebrando misa en algunas fiestas principales. Allí podían visitarle y encontrar fortaleza en las largas horas de cautiverio.

Durante muchos meses vivieron con estudiadas precauciones por la amenaza de los frecuentes registros. Contaban con un escondite que se habían construido cortando una bodega subterránea de la casa, dejando una abertura debajo de la cama de una de las habitaciones del piso inferior, tapando la entrada de forma que fuera difícil sospechar de la existencia del refugio.

El 22 de febrero de 1939, apenas habían terminado de comer, llamaron a la puerta con fuertes golpes y gritando: “¡la policía!”. En un segundo los dos sacerdotes estaban sepultados en su escondrijo. ¿A qué podían venir sino a buscar a D. Fulgencio, condenado a muerte por el tribunal de Albacete? Convencidos de ello, se prepararon para morir, dándose mutuamente la absolución y rezando juntos una estación a Jesús Sacramentado, que velaba por ellos escondido en el baúl del desván. Después de dos horas de registro, sintieron pasos encima de ellos. Ya se veían delante del fusil y gritando ¡Viva Cristo Rey! Esperando el momento en que descubrieran su escondite, de pronto cesaron los ruidos. Pasado un rato, los de casa fueron a buscarles. Se habían llevado al cuñado y al hermano de D. Fulgencio al Ayuntamiento. También se habían llevado el copón con las Formas. ¡Qué bondad la de Dios P. Emiliano! –exclamó D. Fulgencio, ¡Ha querido que se lo lleven a Él y a nosotros nos ha guardado! ¡Señor, que no profanen vuestro Sacramento! D. Fulgencio se mostró seguro de que el Santísimo quedaría a salvo: -Se lo he pedido al Ángel de mi guarda. Mejor dicho: no se lo he pedido ¡se lo he mandado como sacerdote! ¡Y ese cáliz aparecerá! Era una auténtica muestra de fe en el poder de Dios. El hermano y cuñado del sacerdote volvieron a casa, pero no el copón con el Santísimo. En el Ayuntamiento bromearon con él haciendo como si se dieran la comunión, sin tirar las Formas, sino dejándolas de nuevo en el copón, contaron los familiares de D. Fulgencio.

Acabada la guerra mes y medio después, D. Fulgencio dio cuenta de los hechos. Dos meses después del fin de la contienda, aparecieron en una casa de Albacete muchos objetos y alhajas, que los marxistas, tras la inminencia de la derrota, no se detuvieron a recoger. Entre ellos se encontró el copón de D. Fulgencio con las 32 formas consagradas que guardaban en él.

El Ángel Custodio de nuestro sacerdote bien supo cumplir con su cometido.