Pablo Bermejo
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31 de enero de 2009
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Casi todos solemos usar la expresión ¡Milagro! para indicar que ha ocurrido algo que no nos esperábamos o que creíamos casi imposible de conseguir. Sin embargo, su utilización con un sentido real nos puede causar cierta incomodidad o, mejor dicho, incredulidad. Aunque seamos personas de fe en Dios, parece que necesitamos una segunda fe para creer en los milagros; nos resulta muy duro conceder que en la realidad que conocemos ocurran acontecimientos surgidos por influencia divina. Nos parece que dar razón a un milagro es aceptar que la realidad es menos densa de lo que creíamos, y nuestros esquemas parecen sufrir cierto seísmo.
Por lo general, en los asuntos de fe me gusta poco intentar buscar una razón. Sin embargo, respecto a este asunto leí hace tiempo un comentario de Leibniz, filósofo y matemático alemán del siglo XVII, que me gustó mucho. Para comprender los milagros en nuestras vidas, decía que estos se encuentran dentro del plan de Dios y por lo tanto no deben ser algo visto como fuera de la realidad. Y luego ponía el ejemplo de una serie de puntos dibujados en un papel de forma más o menos ordenada, más otros puntos dibujados aleatoriamente en otras regiones del papel. Leibniz decía que, aunque estos puntos nos parezcan frutos del azar al compararlos con los puntos ordenados, siempre existirá una función matemática capaz de unir todos los puntos con una línea continua, de forma que ya no son aleatorios, sino parte del sistema establecido, al igual que los milagros.
La Iglesia se toma muy en serio el reconocimiento de los milagros, y probablemente acepte como tales muchos menos de los que nosotros aceptaríamos tras el estudio del caso. Recuerdo un libro, El Abogado del Diablo, en el que un sacerdote hace de abogado del diablo (así es como se les llama al cumplir este cometido) para estudiar si cierta persona fallecida realmente había realizado milagros y por tanto podía ser considerada santa. Los milagros existen, y la Iglesia no se encarga de inventarlos sino de desenmascarar a quien intentan fingirlos y también de darnos a conocer aquellos milagros que han ocurrido, dentro del plan establecido en este mundo que, según Leibniz, es así porque es el mejor de los mundos posibles.
Newton, conocido como la mayor mente de la historia, decía que no concebía otra causa del gran sistema del universo que no fuera la intervención de una mano divina. Anteriormente al siglo XVI se pensaba que los planetas giraban alrededor de anillos esféricos, y les habría parecido un milagro que en realidad giran sin ningún soporte aparente.
Los milagros existen, pero no son magia. Son parte de la realidad, una decisión incluida en el sistema que Dios diseñó para su creación. Y no debería hacer falta ninguna dosis de fe especial para creer en ellos, sino simplemente aceptar la realidad tal y como es, y no como la percibimos desde nuestros pequeños y discretos asientos.
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