Celia Monteagudo García

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8 de septiembre de 2024

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En esta época de arrinconamiento de la fe, donde los valores cristianos se van diluyendo, María tiene mucho que decirnos como mujer, a pesar de los tintes patriarcales de la cultura en la que le tocó vivir. De hecho, María aparece en el Nuevo Testamento, entre mujeres, como una más y, después, como viuda desaparece, según S. Juan, bajo sus cuidados.

Tenemos, sin embargo, un testimonio evangélico de la familia de Jesús olvidado y quizás sin entenderlo. El evangelista Mateo nos dice: “El Señor apareció en sueños a José y le dijo: Levántate y toma al niño y a su madre y huye a Egipto” (Mt 2,13).

 Un tiempo más tarde, “Un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre y vete a tierra de Israel” (Mt 2,20).

La intención teológica de Mateo era ciertamente certificar que en Jesús se había cumplido la profecía “de Egipto llame a mi hijo” (Mt 2,15).

Nos encontramos, por tanto, con un tema crucial en la historia de Israel y en la historia de Jesús. Israel es el pueblo que ha sido liberado de Egipto, que ha sido llamado por el Señor a salir de Egipto, que ha vivido en propia carne un exilio forzado.

María, la madre de Jesús, se ve obligada a dejar su país, su pueblo y su casa para huir de una muerte segura. En esa huida tiene que atravesar el desierto de Sinaí y el mar Rojo. Sigue la tradición del pueblo de Israel: un pueblo que emigró en sus comienzos con Abraham y tuvo que exilarse cuando fue ocupado.

María y su familia van buscando mucho más que un asilo político: van buscando sobrevivir. José tiene que abandonar su empleo para salvar su vida e intentar buscarse la vida en un país extranjero y de lengua muy distinta. ¿Nos imaginamos a María hablando otro idioma, una mujer que probablemente solo hablaba bien arameo? ¿Y qué decir del choque de culturas tan diferentes como son la hebrea y la egipcia? Seguro que en su corazón anidaba la esperanza de volver, de poder vivir su cultura y su lengua en Nazaret.

Por este motivo, la figura de María sigue siendo actual a nivel mundial, porque nos hayamos inmersos en debates sobre la inmigración, unos debates que están dando lugar a posturas polarizadas. No hemos de olvidar que María tuvo que emigrar.

A María le toca ser una migrante con un recién nacido, tiene que huir de su tierra a otra cultura, con otra lengua, y buscar asilo. Una escena que se repite hoy: cientos de mujeres abandonan sus países, unas solas, otras con sus hijos en brazos, otras quedan embarazadas en el camino, pero todas en busca de asilo, porque sus vidas peligran en sus países de origen.

María nos pide hoy entender las causas que originan la migración. Nos pide ponernos en el lugar de los migrantes, caminando kilómetros y kilómetros, durmiendo a la intemperie, vulnerables a las mafias, que son probados por la sed y el hambre, que se agotan por el trabajo y la enfermedad, que se ven tentados por la desesperación para, finalmente, terminar, unas veces, con el sueño alcanzado de vivir una vida digna; y, otras, con la deportación, con los sueños rotos; o con un destino fatal.

En la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, el Papa Francisco, bajo el título: Dios camina con su pueblo, nos recuerda que todos nosotros, Pueblo de Dios, somos migrantes en esta tierra, en camino hacia la “verdadera Patria”, el Reino de los Cielos.

Celia Monteagudo García. Doctora en Sagradas Escrituras.