Francisco San José
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8 de diciembre de 2024
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El Evangelio de hoy nos ofrece el pasaje de la Anunciación, en el que María es saludada como “llena de gracia” y se le anuncia que concebirá en su seno al Hijo de Dios.
María, concebida sin pecado, es un modelo acabado de perfección, un espejo maravilloso de gracia y santidad. San Efrén, ya en el siglo II, escribía: “Ciertamente tú y tu madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos, pues en Ti, Señor, no hay defecto ni en tu Madre mancha alguna”. San Cipriano afirma: “María mucho se diferenciaba de los demás con quienes tenía de común la naturaleza, no la culpa”.
Los fieles expresamos hoy la misma fe al recitar esta hermosa antífona: “Toda hermosa eres María; no hay en ti mancha alguna del pecado original. Tú eres la gloria de Jerusalén, Tú, la alegría de Israel, Tú, el orgullo de nuestra raza”.
La raíz de la grandeza y excelsitud de María está en su elección para ser la Madre del Redentor. Vale la pena ahondar en el siguiente texto del Vaticano II: “Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y Sagrario del Espíritu Santo” (LG 53).
Para la Iglesia, esta festividad de la Inmaculada Concepción constituye un motivo de gran alegría, porque en Ella, se personifica la “inocencia anhelada” del ser humano y porque María es el “comienzo e imagen de la Iglesia, llena de juventud y limpia hermosura”. María, siempre “blanca”, es para nosotros, seres “blanqueados”, un esperanzador aliciente.
La Liturgia de esta Fiesta de la Inmaculada Concepción nos presenta, descrito por San Pablo, el maravilloso Plan de Salvación previsto por Dios para la humanidad. Este Proyecto de salvación ya se vislumbra en la elección de María, para ser digna Madre de su Hijo. Todo ello debe motivarnos, como creyentes, a una “intensa acción de gracias”. La gracia que recibimos de Cristo ha de redundar en alabanza al Padre.
María proclama, con los labios y con su vida purísima, la “grandeza del Señor”. Nosotros, también agraciados por Dios, intentaremos ser alabanza del Señor, procurando ser “irreprochables ante Él por el amor”. (Ef.1, 4)