Pablo Bermejo
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3 de noviembre de 2007
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Una vez en clase de Religión en el instituto nos explicaron una escala de los diferentes niveles de comunicación. El nivel al que una persona pertenece puede verse rápidamente en un ascensor al coincidir con un vecino. Si se aplica uno de los niveles más bajos se hablará del tiempo que hace y el que hará. Otro nivel, que era alto pero no apropiado, es aplicado cuando para poder conversar con alguien no se es capaz de contar más que la vida privada. En dicho nivel nos faltaría la noción de qué es lo que le interesa de verdad a nuestro interlocutor y qué le incomoda escuchar.
Hace poco estuve tomando un café con un amigo al que hacía tiempo que no veía y me hizo descubrir un nuevo nivel: la mala curiosidad. A poco de comenzar nuestro café me preguntó cuánto dinero ganaba en mi trabajo; ésta es una pregunta que puede ser considerada de mal gusto por muchas personas pero pensé que no habría problema en contestar y le expliqué detalladamente lo que cobro y mis planes de futuro. En cuanto acabé de contarle este aspecto de mi vida no quise preguntarle cuánto cobraba aunque me imaginaba que algo me diría al respecto. Pero no, seguidamente me preguntó cuánto ganaba mi hermana (a la que él no había visto desde que acabamos el colegio). Aquello sí me llegó a molestar y me acordé del refrán que dice ‘al que quiera saber, mentiras a él’, así que le dije que no lo sabía porque nunca se me había ocurrido preguntárselo pues era un tema personal. Imaginé que aquel guiño le haría darse cuenta de que no está bien hacer ese tipo de preguntas pero, para gran sorpresa mía, me contestó: ‘Bueno, pero entre vuestros sueldos y los de vuestros padres podréis compraros lo que queráis’. Ya iba a preguntarle si tenía algún problema de dinero cuando en ese momento apareció un amigo suyo al que él había avisado pues también había ido conmigo al colegio.
Me alegró mucho verle y se sentó con nosotros. Esta vez también hubo un nivel de comunicación basado en la curiosidad, pero una buena curiosidad. Me preguntó por mis estudios, mi trabajo, si estaba contento con lo que hacía y qué tal estaba mi familia. Éste es el nivel de comunicación apropiado para, con el tiempo, entablar una buena amistad y llegar a conocer profundamente a las personas.
Saber escuchar e interesarse por los que nos rodean podría llegar a considerarse un don cuando se convierte en una costumbre personal. Esta forma de ser proporciona a la persona una luz especial que hace sentirse mejor a todos los que le rodean, y provoca que se creen lazos afectivos que acaban derivando en una dependencia positiva de esa amistad y proporcionando una gran felicidad personal y ajena.
Gracias a que llegó mi segundo viejo amigo, aquel café terminó dejándome una grata sensación. Y, en sólo una hora, fuimos capaces de refrescar una antigua amistad con nuevas raíces basadas en una comunicación sincera y llena de luz.