+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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16 de abril de 2021

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«¡Paz a vosotros! Soy yo: he resucitado de entre los muertos, ¡aleluya!». Este es el saludo que nuestro Señor Jesucristo, luz y paz, nos dirige a todos nosotros, queridos hermanos, reunidos en esta iglesia catedral para la celebración de este lucernario pascual.

«Paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). Son las palabras que brotaron de los labios del Resucitado también aquella tarde en la que, por miedo, los discípulos estaban en una casa, con las puertas cerradas. El Primogénito de entre los muertos se puso en medio de ellos y les abrió la puerta de su costado para que, abandonado el miedo, hicieran morada en él.

Al releer este pasaje del cuarto Evangelio, el discípulo amado nos señala que, mientras les decía: «Paz a vosotros», les mostraba las manos y el costado. Y es que era el vencedor que, al regresar de la batalla, quería mostrar sus trofeos para hacerles copartícipes de su gloria. También nosotros hoy, disipados todos nuestros miedos, al ver las llagas gloriosas del Rey vencedor, como aquel día los discípulos, nos llenamos de alegría al ver al Señor (cf. Jn 20, 20).

Esa misma alegría que llenó el corazón de aquellos que nos precedieron en el signo de la fe en estas benditas tierras y que lavaron y blanquearon sus vestiduras en la sangre del Cordero, por eso, ahora están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche (cf. Ap 7, 14). A su alegría nos asociamos y de su ejemplo martirial aprendemos a vivir sin miedo a los que sólo pueden matar el cuerpo (Mt 10, 28), como nos exhortó el Maestro. Nuestra Iglesia es: una, santa, católica, apostólica… y martirial. 

En este cenáculo vespertino, queridos hermanos, reunidos con María en oración, queremos que el Señor sople sobre nosotros para recibir su Espíritu (cf. Jn 20, 22). En muchas ocasiones, las sombras de las dificultades y sufrimientos, no nos permiten descubrir que es necesario padecer y morir con Cristo, para resucitar y reinar con él (cf. 2Tim 2, 11-12).

 

Luz de Cristo. Demos gracias a Dios. De esta manera aclamábamos a nuestro salvador y redentor en la Vigilia Pascual. Cristo, luz del mundo, que ha resucitado glorioso, disipa las tinieblas de nuestro corazón. Por ello nos dice: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Y nos recuerda nuestra tarea y misión: “Vosotros sois, en mí, luz del mundo”, lámparas encendidas, testigos del amor de Dios a los hombres. “Alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. 

Vivir cristianamente es ser iluminado por Cristo. Es preciso, vivir en la Luz y no en tinieblas. Aquél a quien vemos despreciado en la Cruz y que descendió a los infiernos, a las sombras de la muerte, es ahora el Señor del tiempo y de la historia. “Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Aquél, que fue apagado en la Cruz, es encendido por el Espíritu en la Resurrección y su vida se nos comunica a nosotros a medida que encendemos nuestra vida en la de Él.

Ante este misterio, grandioso y glorioso, de la Resurrección de Jesucristo nos llenamos de inmensa alegría y se colma nuestra esperanza porque Cristo, nuestra Pascua, ha resucitado y, por la fe, hemos resucitado con él. Por ello, queremos aspirar a los bienes de arriba (cf. Col 3, 2) y queremos abandonar la malicia del pecado para llegar un día allá donde él, el León de la tribu de Judá, está sentado a la derecha del Padre.

Al que está sentado en el trono y al Cordero, nuestra Paz, sean la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.