Manuel de Diego Martín

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15 de diciembre de 2007

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El otro día, en el Convento de las Hermanas Clarisas de Hellín, dimos cristiana sepultura a la hermana Carmen Rivera. Siempre produce una impactante emoción decir adiós, dentro de un claustro, a una monja de clausura, donde se comprende de verdad el paso de esta vida a la otra, el dejar este cielo para entrar en el cielo nuevo. La liturgia del funeral, a la vez que sencilla, fue bellísima. En mis oídos sigue resonando aquello: “Tú nos dijiste que la vida, no es el final de camino….”

Al ver a la monja en su sencillo ataúd, me hizo recordar a dos hermanos suyos muy conocidos en nuestro territorio. En primer lugar a D. José Rivera, ese gran sacerdote toledano, lleno de carisma, que tanto se parece a S. Juan de Ávila, el santo patrón de los sacerdotes españoles. Este cura con su ejemplo y testimonio ha suscitado montón de vocaciones, les ha acompañado en su caminar, y algunos de ellos hoy son obispos. ¡Qué hombre, qué sacerdote!

Pero el recuerdo más grande es para su hermano conocido como el Ángel de Alcázar. Antonio Rivera era un joven de veinte años, que en junio del 36 acaba sus estudios de Derecho. Hace unos ejercicios espirituales y piensa que lo suyo es entregar su vida a la causa de Dios y de España, tal como él la soñaba. Así pues como voluntario se encierra en el Alcázar. Allá en aquel infierno del asedio anima a sus compañeros a rezar, a confiar en Dios, a mantener la fe y la esperanza; también el amor hacia todos, les invita también a mantener el espíritu combativo.”Tirad, sí, pero no con odio” les decía.

En una misión de alto riesgo sufre un impacto que le deja acribillado el brazo. Hay que amputarlo, y lo hacen en un sótano, a la luz de un candil, sin anestesia y el joven lo soporta con todo el coraje toledano. Llega la liberación del Alcázar, pero Antonio ya no levanta cabeza, la infección sigue su marcha y se da cuenta de que se muere. Les dice a sus papás, “¡cuánto os quiero. Estoy muy contento porque me voy al cielo”. Y besa a un Niño Jesús a quien los rojos había amputado los brazos, mientras le dice: “Te quiero mucho, estas manquito como yo”. Y el veinte de noviembre muere. El día 21 del mismo mes, setenta y un años después, moriría su hermana, cuya vocación se debió en parte a la admiración que sentía por su hermano Antonio, de entregar su vida a Dios hasta el martirio si necesario fuera como él.

El Ángel del Alcázar, ese muchacho lleno de ideales, murió en paz, perdonando a sus enemigos y con la mirada puesta en el cielo. ¡Qué buen ejemplo para nuestros jóvenes de hoy!