Manuel de Diego Martín

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21 de noviembre de 2009

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Ayer los agricultores españoles tomaron Madrid en una espectacular manifestación para pedir justicia para el campo. Ciertamente el campo se nos muere. Muchos labradores de nuestros pueblos no pueden resistir más. Los gastos de la siembra son más que lo que recogen en la cosecha. Así las cuentas no pueden salir de ninguna de las maneras. No les queda otra que dejar las tierras perdidas o vivir malamente de las subvenciones. Tan malo es lo uno como lo otro. Lo que ellos quieren es trabajar y que sus campos tengan buenas cosechas y que puedan ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente.

¿Cómo arreglar este problema? El papa Benedicto pronunció un gran discurso el pasado lunes en Roma, invitado por la FAO, en el que puso el dedo en la llaga denunciando esta problemática del campo.

He leído y releído el discurso, y me han llegado al alma las cosas que allí se dicen. Parte de mi familia mal vive, precisamente por ser agricultores. Por otro lado, he vivido diez años en el África pobre y he visto lo que es la miseria, y nos dice el Papa que este mal con los años ha ido en aumento. Si hace veinte años estaban mal ¿cómo estarán hoy esas pobres gentes? Dadas estas circunstancias ¿cómo no sentir a lo vivo lo que el Papa nos denuncia en este importantísimo discurso?

Nos dice también el Papa que el hambre es el signo más cruel y concreto de la pobreza. Añadía que en la actualidad hay más de mil millones de seres humanos desnutridos y que mueren de hambre cada año cinco millones de niños. Y hace el siguiente diagnóstico. No faltan recursos en la tierra para que puedan comer todos. Lo que faltan son estructuras económicas, políticas y sociales justas que aseguren que toda la gente pueda tener pan. Hace falta un nuevo orden moral en las relaciones sociales. Hacen falta unos cambios de estilo de vida en los comportamientos consumistas y derrochones de los países ricos.

Finaliza el Papa diciendo que nos hace falta, una vivencia religiosa y una conversión de corazón para llegar a sentir que los hombres y mujeres de los cinco continentes formamos unas sola familia. Hay que saber distinguir el bien y el mal, y desde una responsabilidad ética no permitir que el mal se incruste en las relaciones sociales haciendo imposible toda justa convivencia. En una palabra, hay que movilizarse para que entre todos hagamos una alianza mundial comprometida con la erradicación del hambre que es la peor pobreza. Que el cielo os oiga, Santo Padre.