Francisco Javier Avilés Jiménez

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15 de agosto de 2025

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En muchas representaciones iconográficas de la Asunción de la Virgen María al cielo, a la gloria y descanso de Dios, además de la excelsa figura de la Madre del Salvador, se hace referencia a la diferencia y relación de los planos de la existencia: el terrenal y mortal, abajo; y el celestial y trascendente, en el plano superior que corona todo y desde donde Dios atrae todo hacia sí. De esta manera, se consigna que lo que significa el misterio de la Asunción de Nuestra Señora también nos compete a quienes formamos todavía parte del entramado físico e histórico de la vida temporal. Así, la más profunda celebración de esta fiesta se expande desde lo que afirmamos de la Virgen santísima hacía toda la humanidad, invitándola a mirar más alto y a reconocer que, en el Hijo de la Virgen María -en el fruto bendito de su vientre-, hallamos la escala que une ambos planos y que permite acceder del uno al otro por el seguimiento de la fe, la práctica de la caridad y la vida en esperanza.

No es que san Pablo sea muy mariano, que digamos, al menos por lo que nos puedan dar a entender sus cartas, donde nunca menciona por su nombre a la madre de Jesús, aunque se refiera a Él como “hijo de mujer» (Gal 4,4). Sin embargo, en su teología -más concretamente en su cristología y visión de la salvación- nos ofrece el marco de comprensión creyente y confesante que explica y sostiene el dogma de la Asunción de la Virgen María, como el resto del culto y la devoción a la Madre del Salvador. Porque, si Cristo es primicia de la plenitud que anunció para todos los que son de Cristo, ese movimiento ascendente y revitalizador, que abarca a la humanidad entera, empieza por aquella que, con su fe y su cuidado maternal de Jesucristo, lo hizo posible y lo ejemplificó con su entrega total a la voluntad que lo pone en marcha: la voluntad del que enaltece a los humildes y hace obras grandes por ellos. No es una primacía meramente cronológica o evolutiva, sino del reconocimiento de lo que creemos que ella significó en la vida de Cristo y la primera Iglesia, en su testimonio de las virtudes imprescindibles para acoger el Evangelio de la salvación y vivirlo: la humilde docilidad a la Palabra de Dios y la pronta disponibilidad para cumplirla.

Y de esta manera, cuanto hoy afirmamos de la Virgen María en su Asunción gloriosa, y celebramos gozosos con toda la Iglesia, es muestra, prenda y guía para lo que esperamos, por la misericordia de Dios, como realidad siempre incompleta que sólo por la gracia divina podrá hallar su cabal cumplimiento. Lo que fue en María, por el fruto de la vida, muerte y resurrección de su Hijo bendito, será -Dios mediante- lo que a todos nos espera y lo que, como seguidores de Cristo, aguardamos ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.