Francisco Javier Avilés Jiménez
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24 de diciembre de 2025
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Fuera así o de otra manera, que los relatos evangélicos no son actas notariales ni crónicas periodísticas, sino confesiones de fe y predicación para suscitar la fe, el nacimiento de Jesús que la Navidad celebra es un hecho histórico. La verdad real de lo que pasó sólo puede medirse por el efecto que produce su acogida en el corazón de los creyentes, por la transformación que la vida de aquel niño pondrá en marcha en la historia personal y de toda la humanidad. Y esas consecuencias sólo con el lenguaje de la fe pueden registrarse con justicia y fecundidad.
Porque lo que importa, más que si Jesús nació en un portal de Belén o en la casa del propio José, si hubo pastores o magos de Oriente, si pasó una estrella o los ángeles cantaron en la soledad de la noche, es que este niño proclamará las bienaventuranzas, dictará el mandato del amor fraterno, iluminará nuestras noches con la parábola del hijo pródigo y dará testimonio del amor del Padre con su muerte y resurrección en Jerusalén.
Todos los belenes y los villancicos, las iluminaciones festivas y las felicitaciones bienintencionadas encuentran su verdadero sentido si llegan a vislumbrar esa enorme novedad que el nacimiento de Cristo genera en quienes se dan por enterados y acusan recibo con su esperanza convertida en caridad fraterno. Esto no lo puede producir sin más el solsticio de invierno, sino la fe que a la fe, y al amor, llama.
José, después de tantos desvelos, desde aquél sueño en el que Dios le sugiriera su participación en el acontecimiento glorioso del nacimiento del Salvador, puede reconciliarse con la paz de cerrar los ojos y dormir como un bendito.
María no puede dormir, pues ya siente necesidad de orarle a su Hijo, como tanto había orado antes por él. Y el niño, es niño, carne luminosa de pura infancia, pequeñez y fragilidad del que todo lo necesita de los suyos, aunque vaya a ser él quien a todos procure lo que andamos buscando, lo que hemos esperado por siglos.
En el cielo «Gloria a Dios» cantan los ángeles; en la tierra, durmamos o velemos, lo hacemos con mayor confianza porque Él está ya entre nosotros y estará, ya para siempre.






