Pablo Bermejo
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18 de octubre de 2008
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Antes de que tomara la Primera Comunión, le pregunté a un vecino amigo mío con el que iba a misa qué era lo que hacía en el rato desde que tomaba la comunión hasta que el sacerdote continuaba diciendo “oremos”, y me contestó que rezaba un “Ave María”. Es por eso que tengo la costumbre de rezar esa oración durante la comunión en misa. En dicha oración, hay una frase que nunca había entendido: “llena eres de gracia”. “¿De gracia?”, me preguntaba. Hasta que hace poco descubrí que la “Gracia Divina” es, principalmente según San Agustín, un don que Dios nos regala para saber o querer acercarnos a Él. De esto derivan dos problemas directos que han sido (y el problema aún no está resuelto) motivo de discusión y de aparición de numerosas sectas o herejías que se diferenciaban de la doctrina oficial del cristianismo en cómo se solucionan dichos problemas.
El primero consiste en que si nuestra fe depende de la gracia que Dios nos regale, ¿dónde está nuestra libertad prometida en la Biblia? San Agustín contestó a esto que somos libres de utilizar la gracia que nos ha sido concedida, y ahí radica nuestro libre albedrío.
El segundo problema que la cuestión de la gracia plantea es que si la gracia es concedida por Dios entonces existe predestinación para la salvación, y es Dios quien lo decide antes incluso de que hayamos nacido. Si Dios decide cómo de fuerte sentiré su llamada, cómo de grande será mi fe, ¿depende de mí obtener la salvación? Aquí ya aparece una subdivisión del problema: los hay quienes creen en la salvación global, y los hay quienes creen que la salvación sólo será otorgada a los que la merezcan. La creencia más generalizada era esta última, y por lo tanto volvieron a surgir nuevas divisiones: unos defendían que Dios otorga la misma cantidad de gracia a todos los hombres mientras que otros pensaban lo contrario.
En resumen, existía una duda e incomodidad grande que exigía respuestas. San Agustín, como era costumbre suya, intentó quedarse en un punto medio y expuso que independientemente de la gracia que cada hombre posea, puesto que el libre albedrío puede usarse tanto para alejarse de Dios como para acercarse a Él, los “destinados” a perderse pueden acabar siendo salvados y viceversa.
Personalmente a mí nunca me ha gustado racionalizar tanto la fe, pero es bueno saber qué es lo que estamos diciendo al rezar, y no cantar, como decía una profesora mía, oraciones como el Padrenuestro “como un papagayo”.
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