Carmen Jiménez Tejada

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15 de diciembre de 2024

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Estos días me venía a la memoria un viejo poema del filósofo y poeta francés Charles Péguy dedicado a la virtud teologal de la esperanza. Fue compuesto en uno de los momentos más oscuros de la vida del autor y es un poema luminoso, un testimonio escrito en la madurez de la fe que se convierte en un nuevo canto de esperanza.

La esperanza, nos recuerda el autor, es la más pequeña de las virtudes, pero la más fuerte. Es la que nos hace mirar con ojos nuevos nuestra realidad. Así es como me imagino yo que debe ser la esperanza: como una niña frágil e ilusionada que desde la inocencia nos invita a ver la realidad sin complejos. Este era mi sentimiento al ver con ilusión el acto de inauguración de la Catedral de París tras el incendio. Cuando las puertas se abrieron y los coros llenaron la catedral con canciones, cuando el gran órgano de la catedral resonó con melodías majestuosas, me pareció extraordinario.

Pero lo que es más extraordinario es que todo esto está sucediendo en un país con un fuerte secularismo. Es el único estado laico de toda Europa. El presidente Macron calificó el proyecto como “una inyección” de esperanza para toda Francia. La reapertura de Notre-Dame es más que un hito religioso, es un momento de unidad cultural y nacional. La catedral regresa con blancura y claridad, símbolo de resistencia y recuperación para una sociedad que atraviesa un momento de profundo desengaño.

Y no es casualidad que la reapertura se haya realizado en Adviento. El Adviento no es tiempo para quedarse quietos, es un tiempo de esperanza activa, de ampliar el objetivo de nuestra mirada y soñar con esperanza, palabra clave que nace del deseo de algo que “aún no” se tiene, pero que tiene la expectativa confiada del Misterio de un “Dios-con-nosotros”.

Cuando nosotros callamos, les aseguro que hasta las piedras gritarán.