+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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4 de enero de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]M[/fusion_dropcap]añana celebramos la Fiesta de la Epifanía para recordar la Manifestación del Señor, a todos los hombres, con el relato de los Sabios o Magos llegados de Oriente, que nos narra el Evangelio. Dios quiere que todos los hombres le conozcan y le amen. Ha venido como niño, en carne humana, para darnos a conocer la existencia de un Dios que es Padre y es amor.

Epifanía es una palabra de origen griego que significa una manifestación poderosa, la aparición con fuerza y majestad de alguien importante que llegaba a una ciudad. Más adelante, en el mundo clásico, se dio a la palabra un sentido divino, expresando la aparición de Dios o la realización de un milagro o hecho portentoso. En las iglesias latinas, se dio este nombre a la celebración de la llegada de los Reyes Magos porque era la presentación prodigiosa del Niño Dios a unos sabios venidos desde Oriente. Fue la manifestación de Dios a personas que no pertenecían al pueblo de Israel.

Aquellos hombres, que buscaban ansiosamente al Niño-Dios recién nacido, simbolizan la sed que tienen los hombres y mujeres de buena voluntad, de cualquier pueblo de la tierra, de conocer a Jesús. Para la Iglesia, la Epifanía constituye un reto misional, pues la evangelización es hacer llegar el conocimiento de la persona de Jesucristo y su Evangelio a todos los hombres y mujeres de buena voluntad como tarea esencial e ineludible de la Iglesia. La llegada de los Magos, que no pertenecen al pueblo elegido, nos revela la vocación universal de la fe. Todos los pueblos son llamados a conocer al Señor para vivir conforme a su mensaje y alcanzar la salvación.

La descripción que hace el Evangelio de la llegada de los Magos a Jerusalén y luego a Belén, la reacción de Herodes y la actuación de los doctores de la ley, encierran una enseñanza notable: que siempre es importante y necesario buscar la verdad y ponerse en camino para alcanzarla. Encontramos a unos hombres extranjeros que siguen el camino indicado por una estrella para adorar al Rey recién nacido. El rey Herodes, ante el temor de que surja una autoridad mayor que él, se deja llevar por la envidia y reacciona cruelmente mandando dar muerte a todos los niños recién nacidos en el entorno de Belén. Por su parte, los conocedores de las Escrituras permanecen indiferentes ante aquella luz del cielo. Ante este relato tan cargado de significado, nos planteamos: ¿Somos como aquella Jerusalén, “conocedora de las Escrituras”, pero incapaces de reconocer y menos de seguir el camino de la Luz de Cristo? ¿Somos como los Magos de Oriente, en búsqueda siempre de la verdad y dispuestos a ponernos en camino hacia Jesucristo, Rey y Señor de la historia?

Con este hecho novedoso, el límite geográfico y humano de Israel se ampliaba al mundo entero. San Pablo, en la Carta a los Efesios, lo va a expresar con gran precisión: “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3,6). La Epifanía significa, pues, esa manifestación de Dios —hecho Hombre, hecho Niño en Belén— a todos los pueblos, razas y naciones, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a aquellos que siguen la luz de lo alto, de sus sentimientos, y se ponen en camino para encontrar al Dios verdadero.

El Evangelio de San Mateo, referido al viaje y adoración de los Magos de Oriente ante el Niño Jesús, contiene una de las páginas más bellas y enigmáticas de la Sagrada Escritura. Una estrella guía a unos peregrinos muy especiales. Llegan a la meta tras las vicisitudes del camino y, con gran alegría, se postran de rodillas ante el Niño recién nacido y le ofrecen sus mejores regalos. A la vez, se producen varias paradojas. Por una parte, los Magos adoran a un niño pequeño que se encuentra acostado en un pesebre y parece, externamente, que ni el niño ni sus padres tienen importancia alguna. Por otra, son unos humildes pastores, que estaban guardando sus ganados durante la noche, los primeros en conocer la noticia y conocer a Jesús. Y, por otra, la mano de Dios, una luminosa estrella del firmamento, les guía hasta Belén y al lugar concreto donde acababa de nacer el Niño-Dios.

Vayamos también nosotros ante el Niño-Dios y, como los Magos, postrémonos ante la gran manifestación de un Dios que ha nacido como Niño en Belén para nosotros y para todos los pueblos de la tierra.