Juan José Vizcaíno Gandía
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1 de mayo de 2021
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En el Evangelio de este domingo nos encontramos con una imagen muy familiar y querida para nosotros: la vid y los sarmientos. Nosotros estamos unidos como sarmientos con un vínculo tan profundo y vital como el que une al sarmiento con la vid. Jesús es la vid y nosotros los sarmientos. El sarmiento es parte de la cepa y por él corre la misma savia, la que le da vida y que le hace crecer y dar fruto. Esta savia es el Espíritu Santo, considerando el plano espiritual de nuestra vida cristiana.
Nuestra unión con Jesús es capital. Si no vivimos unidos a Él corremos el riesgo de acabar como el sarmiento que está separado de la cepa: secos, sin fruto, sin vida y cuyo destino es el fuego. Si vivimos unidos a Él tendremos vida, daremos fruto y nuestro destino será la vida eterna, estar gozando de la presencia de Dios por toda la eternidad.
Esta unión pasa necesariamente por la Iglesia, sin la cual no hay encuentro auténtico y real con Cristo. No podemos prescindir de ella, puentearla, o “corregirla” y hacer lo que nosotros creemos que hay que hacer al margen o contra ella. La Iglesia es Esposa y Madre, la Esposa amante de Cristo y la Madre que engendra nuevos hijos en la fe y los congrega en la misma fe para la alabanza de Dios, para nutrirlos con la vida divina que mana del costado abierto de su Esposo y Señor.
Para crecer en la unión con Cristo tenemos diversos medios. Los más efectivos son la oración; la vida litúrgica en general, pero más especial e íntimamente en la celebración de los sacramentos; la caridad; y la evangelización, el testimonio cristiano.
Es bueno recordar que la oración es un diálogo entre dos personas vivas, Dios y nosotros, donde unas veces hablamos y otras escuchamos. No es un diálogo como el que podemos tener con alguien que encontremos por la calle. Es más íntimo. En la oración nos asomamos a la intimidad de Dios y dejamos que Él haga lo mismo con nosotros. Es un diálogo de corazón a Corazón, pero también de Corazón a corazón. De la oración sacamos fuerza, orientación… de ella mana nuestra fuerza. Sin oración no podemos nada.
Los sacramentos son un encuentro personal con Cristo resucitado. En ellos tocamos la humanidad santísima del Señor, tocamos su manto con fe y quedamos curados por su fuerza, como la hemorroísa. Por eso es tan importante celebrar los sacramentos de la forma que nos dice la Iglesia y no como nosotros queramos. Nadie “sabe” más que el Espíritu Santo que asiste a la Iglesia y actúa en ella. Cuando actuamos por nuestra cuenta nos jugamos la acción de Dios en las almas, la unión intima del sarmiento con la vid. No juguemos con eso. Seamos buenos hijos de la Iglesia. La humildad es central en la celebración.
Sacramentos y oración son los medios que más íntimamente nos unen a Dios. Si estamos unidos a Él nuestro testimonio, caridad y evangelización serán efectivas, pues la fuerza de Dios actúa en nosotros y por medio nuestro. Unidos a Él anunciaremos a Jesucristo de la forma en que quiere ser anunciado: tal cual se ha entregado a su Esposa. No hay un Cristo distinto al que la Iglesia anuncia. El auténtico y verdadero Jesús es el anunciado por su Esposa. El resto, con innegables trazos de verdad, son “cristos desvirtuados, descafeinados”.
El alma unida a Jesús mediante los medios que Él nos ha dado es un alma que da fruto, y frutos de vida eterna. “Por sus frutos los conoceréis” dice el Señor. Por los frutos se sabe si el sarmiento está unido a la vid o no. Pero los frutos solo los puede juzgar Dios, nadie más. A nosotros no nos corresponde juzgar, nos corresponde unirnos cada día más a nuestro Señor y dar frutos unidos a Él. No perdamos el tiempo y las energías en juzgar.
Sin Jesús no podemos hacer nada. Con Jesús lo podemos todo. Así nos lo recuerda el evangelio hoy. “El que permanece unido a mí da fruto”, “sin mí no podéis hacer nada”. De aquí la necesidad de la unión con Dios. La mayor aventura de nuestra vida es la relación con Dios. Nuestra gloria es Dios y “la gloria de Dios es que el hombre viva”. Por tanto, que busquemos a Cristo, lo encontremos y lo amemos. Solo así daremos frutos, frutos de vida eterna. Así daremos gloria a Dios en la tierra y, si Él quiere, en el cielo.