+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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17 de mayo de 2008

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Todo lenguaje humano sobre Dios es imperfecto. Las definiciones en que intentamos encerrarle seguramente dicen más de nosotros mismos que de Él. Aunque fueron necesarios varios concilios de la Iglesia para acabar definiendo la Trinidad, la verdad es todo estaba ya dado desde el principio en los evangelios, especialmente en el evangelio de san Juan.

Nicodemo era “maestro” en Israel, un conspicuo representante de los medios intelectuales judíos, pero no entendía nada. Una noche fue a ver a Jesús. De lo que hablaron leemos un extracto en el evangelio de hoy. Hay realidades en cuya comprensión se adelanta poco discutiendo. Se necesita algo así como un nuevo nacimiento. Nacer de lo alto.

La Trinidad no es sólo un dogma para creer; es, sobre todo, una verdad para vivir; no es un rompecabezas intelectual, sino una realidad más simple: que Dios en sí mismo es amor. No hay amor sin amante, no hay amante sin amado. Sin la Trinidad -Padre, Hijo y Espíritu Santo- nos sería difícil entender que Dios es amor. Amor que ha asumido rostro humano en el Hijo: “Tanto amo Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él tenga vida eterna, porque Dios no envió su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. El Padre y el Hijo nos han abrazado en su amor dándonos el Espíritu Santo. Lo que Dios es en sí mimo es lo que nos manifiesta al comunicarse. Es el misterio del que todo procede, la fuente que alimenta toda vida cristiana, el hogar hacia el que nos encaminamos. Por eso, esta fiesta ha de ser un cántico de alabanza al Padre que nos ama, al Hijo que nos ha redimido, al Espíritu Santo que nos santifica.

Juan Pablo II nos recordó reiteradamente que “Dios, en su misterio más íntimo, no es soledad, sino familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor”.

En el siglo de la imagen es hermoso constatar que es en el matrimonio, en la familia humana, donde Dios ha querido plasmar la imagen más bella de sí mismo. No sólo vivimos, sino que convivimos. Dios es unión y comunión, unidad y pluralidad. Eco de esa pluralidad en la unidad es la familia. La familia lleva la marca divina de su denominación de origen.

Pero hoy quiero hablaros de otra familia tan atípica como real: la que forman nuestros monasterios de vida contemplativa. Porque hoy celebra la Iglesia la Jornada pro Orantibus (contemplativos).

Los contemplativos, ellos y ellas, fueron llamados por Dios a hacer una comunidad no basada en lazos de la carne o de la sangre, sino en el amor, para que teniéndolo todo en común fueran en la tierra anticipo y profecía de la familia hacia la que nos encaminamos, la familia divina de la que ya formamos parte, aunque sea en la oscuridad de la fe.

Nuestra diócesis tiene la suerte de contar con seis monasterios femeninos de vida contemplativa. No realizan, como otras instituciones de la vida consagrada activa, una labor de eficacia visible, pero, permaneciendo en el manantial de la comunión trinitaria, viven en el corazón de la Iglesia, en la fuente de su ser y de su vitalidad apostólica.

“Hay instituciones eclesiales, decía yo el año pasado con motivo de esta jornada, que han surgido para sanar los cuerpos; otras, para sanar la inteligencia mediante la enseñanza, o para promover la justicia y la solidaridad. Lo específico de la vida contemplativa es la alabanza filial y la intercesión ante el Padre prolongando así el latido esponsal del corazón de la Iglesia. Tal tarea no es exclusiva de los contemplativos, sino de todos, pero ellos y ellas lo asumen como quehacer propio, garantizando así su cumplimiento”.

Las hermanas contemplativas son como los ojos siempre abiertos de nuestra Iglesia, como el corazón que nunca deja de latir, vivificando al cuerpo eclesial. Con su vida pobre, virginal y escondida, pero inmensamente feliz, son estación para repostar energías espirituales, nos enseñan a relativizar muchas cosas, proclaman los valores esenciales. Su vida, hecha ofrenda a Dios por el mundo, se hace reparadora de nuestros olvidos, ingratitudes y desafectos. Son voz de quienes o no tienen voz, o no han descubierto todavía que la vida es un don de Dios Padre.

Acojamos hoy agradecidos el mensaje que nos llega, luminoso y fraterno, desde la «soledad sonora» de nuestros monasterios. Acogerlo como un artículo de primera necesidad para no perder las claves de la existencia, los ejes de la vida; para no andar desnortados, sin sentido.

Valorad y agradeced el servicio de estas hermanas. Ayudadlas y orad por ellas, para que no les falten vocaciones. En sus casas no vais a encontrar confort ni riquezas, pero encontraréis siempre el regalo de una sonrisa amiga, limpia y transparente, amor gratuito, susurros de Dios, bocanadas de aire fresco en medio de la sequía espiritual que nos aqueja. Su vida fraterna, en que todo se tiene en común, quiere ser, aunque pobre y humildemente, profecía y anticipo de la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hacia la que nos encaminamos. A lo mejor es verdad que los contemplativos ofrecen más pistas de futuro al mundo que todos los tecnócratas juntos.