Fco. Javier Avilés Jiménez
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23 de febrero de 2013
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En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). [Benedicto XVI, Porta Fidei 6]
Una vez que sabemos -y así nos lo dicen las Escrituras, lo confirma Jesucristo y lo cita ahora el Papa- que Dios es amor, y salvación universal y gratuita, parece más fácil convertirse. Pero la bondad y gratuidad de lo que se ofrece no nos ahorran la dificultad ni el sacrificio de lo que hay que empeñar y cambiar. Resuena aquí la lógica de la parábola del tesoro escondido y la perla, que aunque son sumamente apetecibles requieren el esfuerzo de encontrarlas y el sacrificio de ofrecerlo todo a cambio de la recompensa prometida.
Hubo una primera y temprana conversión facilitada por las estructuras catequéticas de la Iglesia. Comenzó de niño y permitió que conociéramos el mundo de la fe. Pero hace falta la segunda conversión, que completa lo heredado con una opción libre y responsable, pues ahora sabemos mejor todo lo que implica. Esta segunda conversión hace permanente la primera y plantea la necesidad de una vida espiritual más exigente, con mucho trabajo de oración personal y grupal. Las celebraciones pondrán su parte de emoción y comunidad, pero no podrán sustituir el tiempo personal y la meditación continuada.
El fruto de esta segunda conversión será la progresiva superación de nuestros miedos y excusas más frecuentes. Seguiremos luchando cada cual contra aquellos pecados que más se nos resisten, con la fe puesta en el perdón prometido. Pero todos habremos de esforzarnos en la superación de una espiritualidad raquítica y una reflexión efímera.