Pedro López García
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29 de junio de 2025
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Este domingo celebramos la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Y, de una manera especial, nuestro recuerdo se dirige a Roma y al Papa. Sobre todo, reviviendo el acontecimiento de la muerte del Papa Francisco y su funeral, y después el acontecimiento de la elección del nuevo Papa León XIV y sus primeras apariciones públicas.
El interés mediático de estos hechos revela que el ministerio del sucesor de Pedro -su persona, su palabra- goza de una altísima consideración en el conjunto de las naciones, culturas y religiones.
La fiesta de hoy nos recuerda que, en la Iglesia romana y en su Obispo permanece la herencia espiritual y carismática de los apóstoles Pedro y Pablo para el bien de toda la Iglesia y de la entera humanidad.
El Evangelio de esta solemnidad, que escuchamos este domingo, nos muestra el centro y el corazón de la fe cristiana que es confesada por Pedro: Jesucristo, el Hijo del Hombre, el Mesías de Israel, el Hijo del Dios vivo.
Sí, el cristianismo es la persona viva del Señor Jesús: verdadero hombre como los hombres (en todo igual a nosotros, excepto en el pecado); Mesías, en quien llegan a plenitud todas las esperanzas de Israel; verdadero Dios y Señor hecho carne, muerto y resucitado. La Iglesia se fundamenta en esta estupenda realidad, vive constantemente de ella y la anuncia a toda la humanidad.
Pedro confesó así a Cristo cuando Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Y, ante esta respuesta, Jesús confiesa el misterio más hondo de Simón Pedro que hoy revive en sus sucesores en la sede de Roma.
El Señor subraya que lo que Pedro ha proclamado («Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo») no procede de su inteligencia ni de sus capacidades humanas, sino de un don del cielo. Por eso le cambia el nombre, Pedro, piedra, sobre la que edificará su Iglesia. “Jesús, haciendo uso de una prerrogativa que en la Escritura es propia de Dios, revela a Pedro su nuevo nombre” (Luis Sánchez, Evangelio según San Mateo, Madrid, 2023, 437).
“La imagen de la roca implica fortaleza, estabilidad y permanencia; Simón, pues, será la ‘peña’ (…) sobre la que Jesús va a edificar: en él se dará una presencia singular del Dios de Israel, que es la ‘roca’ del pueblo” (ib. 438).
Los demás apóstoles participarán también de esta misión (atar y desatar – cf. Mt 18,18), pero sólo Simón es llamado ‘piedra’, Pedro. Y así, todo el Nuevo Testamento lo presenta siempre en primer lugar y con una autoridad singular, por encima de los demás.
La autoridad de Pedro se funda en la roca que es Cristo, de quién ha de ser testigo y garante de su Evangelio. El ministerio del sucesor de Pedro, como todo ministerio en la Iglesia, no será sólo una función, sino un misterio, un signo, un icono del Señor, por lo que siempre ha de estar en unidad y amistad con Él y a su servicio.