Amando Hergueta Orea

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17 de agosto de 2025

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El cristiano, como creyente en espera de Aquel que viene, no solo debe adoptar las actitudes de vigilancia y de fidelidad que nos presentan los pasajes anteriores al evangelio de hoy, sino que debe darse cuenta del carácter transcendental de los acontecimientos que nos ha tocado vivir, uniendo a esto el discernimiento de los signos que la Providencia nos muestra a través de estos hechos.

El evangelio de hoy nos recuerda una situación que vivimos en la actualidad y que sigue estando de candente vigencia: el tema de la paz. Sabemos de los conflictos abiertos que acampan sobre nuestro mundo: Rusia-Ucrania, Tierra Santa…, son las que más ocupan las portadas de los medios de comunicación, pero hay muchos más, y sobre todo, una paz que está constantemente amenazada.

El texto de Lucas 12, 49-57 presenta un mensaje desafiante sobre la paz, que a primera vista puede parecer contradictorio: aquí se habla de división. “¿Creéis que he venido a traer la paz? Pues no, sino división” (Lc 12, 51). De esta manera podríamos preguntarnos: ¿Qué paz vino a traer a la tierra Jesús, que fue llamado “el Príncipe de la Paz”, aquel a quien San Pablo presenta como el que, derribando el muro de la separación, inaugura los tiempos de la paz mesiánica? (cfr Ef 2, 14-20).

Jesús habla de un fuego y de un bautismo; de un deseo -podríamos llamarlo celo apostólico- para que el mensaje del Reino llegue a todos los rincones de la tierra, que se manifiestándose, entre otros aspectos, en la paz; y de pasar para ello, por las aguas purificadoras del sacrificio la cruz, camino inevitable por el que también los discípulos del Maestro tenemos que transitar para hacer realidad la buena noticia de ese Reino de paz.

Por eso, esto presenta un mensaje desafiante sobre la paz, que a primera vista puede parecer contradictorio con la idea común que tenemos de este concepto, como ausencia de conflicto o tranquilidad absoluta. Esta imagen nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de la paz verdadera según la visión cristiana.

Sin embargo, el mensaje de Jesús no promete una paz superficial ni basada en la simple ausencia de conflicto externo o en un simple pacto de no agresión. La “paz” que Jesús ofrece es una paz que nace del compromiso con la justicia, la verdad y la transformación profunda del corazón humano y de la sociedad, y esto puede generar incomprensión, generando tensiones, ya sea por ser una voz molesta o porque cuestiona. La verdadera paz, por tanto, implica confrontación con el mal, y no simplemente evitar el conflicto.

La paz verdadera no se puede lograr ignorando la injusticia o sometiéndose a ella. Por el contrario, exige valentía para enfrentar y transformar las situaciones que impiden la convivencia armoniosa y el respeto a la dignidad humana. Es un camino que puede requerir sacrificios y enfrentamientos, pero que conduce a una convivencia auténtica basada en el amor y la justicia.

Estos son los signos de los tiempos de los que también Jesús nos habla: no permanecer indiferentes ante la realidad que les rodea. Esto nos invita hoy a ser conscientes de las realidades sociales, políticas y personales que nos rodean y a actuar con responsabilidad para construir una paz duradera.

La paz, entonces, no es pasividad, sino compromiso activo. El evangelio de este domingo nos desafía a repensar la paz, no como un ideal abstracto o una simple ausencia de guerra, sino como un proceso vivo que implica lucha, transformación y reconciliación auténtica. La paz que Jesús trae es un fuego purificador que invita a romper con las estructuras del mal y a construir relaciones verdaderas de amor, aunque eso suponga enfrentar divisiones temporales. En este sentido, la paz cristiana es profundamente revolucionaria y esperanzadora.