Juan Iniesta Sáez

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23 de noviembre de 2025

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Si la vida de Jesucristo es, toda ella, una paradoja -el Dios hecho hombre; el invisible hecho carne; el que proclama bienaventurados a los pobres, hambrientos o sedientos, los que lloran…; el ungido (Cristo-Mesías) que no teme mezclarse con los desarrapados y descartados; y un largo etcétera-, en este domingo y en esta perícopa evangélica posiblemente sea donde esa paradoja, que es la persona misma del Cristo, se lleva al extremo y culmen en su existencia terrena. Así, el Rey del pueblo elegido se ve vilipendiado por su propia gente. El trono que ocupa no está ricamente adornado con joyas y oropeles, sino que es un madero desnudo, donde, desnudo Él también, lejos del lujo y la pompa de los mantos y ricas telas, entrega a su pueblo -a cada uno de nosotros, sus fieles- el testamento de una vida consumada y consumida.

Al llegar esta fiesta litúrgica de Cristo Rey, siempre me asalta la duda (la respuesta, tristemente la tengo clara) de si yo sería capaz de vivir un señorío al estilo del de Jesús. Si mi manera de regir sería tan auténtica y coherente con la misión: dar vida hasta dar la vida, incluso la eterna («hoy estarás conmigo en el paraíso»).

A menudo sucumbimos a la tentación que los romanos y los judíos que desfilan delante de la Cruz le plantean a Jesús: «Sálvate a ti mismo». Cerramos esta semana el año litúrgico -que viene siendo año de Esperanza- mirando cómo Cristo cerraba su vida terrena: entregado, aparentemente derrotado y, aún así, dando Esperanza a quien se la pide sincera y humildemente (en este caso, el buen ladrón).

Contemplamos y criticamos cómo los políticos y los poderosos de la tierra se agarran con avidez al trono que ocupan. Cristo se agarra al madero que es su trono, pero lo hace con ternura. Otra paradoja. Sabe envolver con su ternura el patíbulo, para transformar el instrumento de tortura que quita la vida en uno de redención que la da de modo sobreabundante. Viendo esa escena, quienes le rodean se escandalizan o se burlan. Que sepamos nosotros no sólo no renegar de nuestras cruces -que nos hacen participar de la del Señor por el amor que ponemos en sobrellevarlas-, sino saber reinar con Él en medio de nuestros dolores y sufrimientos; reinar con actitud de servicio para participar de la paradoja del Dios humanado.