+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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28 de marzo de 2015

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]M[/fusion_dropcap]iles de ciudadanos enfilarán en los próximos días la ruta de la playa o la montaña para descargar tensiones y recargar pilas. La conversión de la Semana Santa en Vacaciones de Primavera es, según algunos, el signo de que el reloj de la historia marca la hora del ocaso de lo religioso.

Aunque lo anterior es un hecho innegable, les aseguro que la Semana Santa no está herida de muerte. Dense una vuelta por nuestros templos o asómense a nuestras procesiones. En nuestros pueblos y ciudades, el pórtico solemne del Domingo de Ramos volverá a dar paso a la que será, una vez más, la Semana Grande por excelencia       

En la Semana Santa tiene lugar la celebración concentrada de los misterios centrales y fundantes de nuestra fe cristiana: la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

“Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso con el “rostro” del pecado” (Juan Pablo II, NMI 25). En la Semana Santa el cristiano contempla tras el rostro ensangrentado del crucificado el misterio del amor más grande: “Tanto amó Dios al mundo que  entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn.3, 16). 

Una parte considerable del pensamiento de los dos últimos siglos se ha tejido sobre la sospecha de que Dios es enemigo del engrandecimiento humano y causa suprema de sus alienaciones, pura proyección de los sueños de plenitud del hombre. La muerte de Dios sería la condición indispensable para que el hombre alcanzara su auténtica estatura.

Pero en el Crucificado no vemos por ninguna parte la proyección de nuestros deseos de engrandecimiento. Nos topamos, por el contrario, con la sorpresa de un apresado como malhechor, torturado y condenado, que muere en el más absoluto abandono. ¿Alguien se atrevería a proyectar un Dios de tal guisa, identificado con los pecadores, con los reos, con los pobres, con los humildes y humillados?

No contemplaremos al Dios-hombre como el inquilino del piso de arriba, que nos impide subir a la terraza, sino arrastrándose por los sótanos, asumiendo la condición de siervo, entregado a la muerte y muerte de cruz, descendiendo hasta los infiernos de la vida y de la muerte, hasta allí donde queda anulada toda posibilidad de esperanza si no llega una gracia regeneradora. 

La muerte de Dios es la vida del hombre. El vaciamiento de Dios en Cristo, hasta quedar a merced de los poderes del mal, nos revelan la omnipotencia de Dios como misericordia, y su transcendencia como projimidad absoluta. Dios se humaniza para divinizar al hombre, se abaja para levantarnos, va a la muerte para darnos Vida, carga con nuestros pecados para justificarnos. 

En la mañana de Pascua cambia el decorado. Las llagas del crucificado, manantiales de luz y de vida, resplandecen como rayos de sol. El agua y la sangre derramadas lavan al mundo, lo redimen, lo regeneran. Se rompió el tarro del perfume y la tierra quedó inundada del dulce aroma de la esperanza.

Confesar que Cristo vive es proclamar que la vida vence a la muerte, que los verdugos, al fin, no triunfarán sobre las víctimas, que lo último no es el vacío, sino la plenitud, que la gracia es más fuerte que el pecado.

“Lucharon vida y muerte/ en singular batalla/ Es el viejo drama que acompaña a la historia de los hombres, donde el sinsentido y la muerte parecen llevar la voz cantante. Testigos son los hospitales y los tanatorios, el enfermo incurable, el parado sin trabajo y sin seguridad, los que teniéndolo todo son profundamente infelices y los que lloran porque no tienen nada, los marginados de mil maneras, los millones de hambrientos de la tierra, los injustamente ajusticiados, todos los perdedores…

Y, muerto el que es la Vida,/ triunfante se levanta/. Cuando los primeros rayos de sol del Tercer Día empiezan a borrar la oscuridad de una noche que parecía definitiva, se enciende la más alta esperanza. Si la muerte no tiene la última palabra, también hay esperanza para los perdedores.

Cristo glorificado ya no muere más, pero no estará plenamente glorificado mientras un miembro de su cuerpo peregrine sometido aún a la inseguridad y a la intemperie. El Mesías está por venir definitivamente. Sólo en la parusía quedará patente de modo definitivo el valor de su muerte y el poder de su resurrección. De alguna manera sigue todavía en agónica lucha en todos los crucificados y perdedores de la historia. Por eso, necesitamos revivir cada año el acontecimiento: Para que la Pascua del crucificado nos vaya enganchando en su dinamismo

La gente huye buscando vida en el monte o en el mar. Sería lamentable –dicho sea con todo respeto para quienes no comparten nuestra fe- ignorar el chorro de vida nueva que brota, para el mundo, del Misterio Pascual.