Manuel de Diego Martín
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17 de enero de 2015
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Hemos vivido unos días de auténtica locura con lo sucedido en Paris. Mientras unos gritan que en nombre de la libertad de expresión pueden ridiculizar y reírse de los demás, e incluso blasfemar, otros afirman que tienen derecho a matar a todos aquellos que no sean de los suyos. Ambas posturas son aberrantes. Decía el inmortal Homero que cuando los dioses quieren perder a uno, primero lo vuelven loco. Esto parece que está sucediendo entre nosotros.
En medio de esta locura colectiva, un año más, en este domingo, estamos celebrando el Día del Emigrante y el Refugiado. Y lo hacemos con este lema tan hermoso: “Una Iglesia sin fronteras, madre de todos”. Y nos recuerda el espíritu de la jornada que debemos pasar de la simple acogida a la comunión fraterna.
Nuestros obispos afirman que todo ser humano tiene derecho a la movilidad y a buscar un trabajo digno. Es verdad. Pero cuando llega el caso de que aterrizan a un lugar a buscar trabajo donde no lo hay, para luego vivir en condiciones infrahumanas, es mejor que no vengan. Diez años estuve en África, Burkina Faso. Aquellas gentes con su casa de barro, de cama una estera, cultivando sus campos de mijo y maíz, con sus tantanes y fiestas, su gran familia vivían más dignamente que tirados por aquí de cualquier manera.
Por tanto debe haber fronteras y los poderes públicos deben regularlas. El consabido grito de “papeles para todos” puede pecar de una grave ingenuidad. Estoy de acuerdo con lo que dicen los obispos españoles que no debe haber devoluciones en caliente, sino que habrá que estudiar el caso de cada quien. No es lo mismo llegar aquí huyendo de la violencia o de la muerte que el venir a buscar simplemente un trabajo mejor. Al primero habrá que darle refugio, al segundo con mucho respeto y dignidad se le puede invitar a volver a su tierra en la espera de tiempos mejores.
Es de agradecer que los obispos nos recuerden que los centros de acogida deben reunir las mejores condiciones y que hay que seguir urgiendo la cooperación internaciones entre los pueblos ricos y pobres para hacer posible el desarrollo de todos y que la paz sea posible entre los pueblos.
Esperamos que esta jornada de migraciones, en esta hora tan grave de nuestra historia, nos ayude a comprender la gran misión que tiene nuestra Iglesia, que por ser católica, es madre de todos, y por tanto debe preocuparse de que los Estados asuman sus responsabilidades en favor de los ciudadanos, entre ellas está el regular las migraciones con dignidad y justicia. Lo importante es evitar un caos planetario y que la humanidad globalizada se sienta como una gran familia.