Manuel de Diego Martín

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23 de agosto de 2014

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Después de mis diez años de misionero en África, el Señor me concedió la gracia de poder pasar un año de formación en Jerusalén. Unos meses los pasé viviendo en la Basílica del Santo Sepulcro con los Franciscanos. No podré olvidar nunca la Misa que me tocó oficiar un día en el mismo Santo Sepulcro a la que asistió una peregrinación de coreanos. Nunca había visto cosa tan hermosa, ver un grupo  tan grande de hombres, mujeres, jóvenes tan fervorosos, viviendo la Eucaristía con tanta intensidad. ¿Me encontraba en un convento de clausura? No, no, eran gentes normales, pero que sabían lo que estaban viviendo.

Estos días hemos visto celebraciones hermosísimas en Corea presididas por el Papa. Y hemos conocido mejor que la fe en Corea prendió porque unos jóvenes estudiantes en China que conocieron a los misioneros y les trasmitieron la fe, ellos la llevaron a su tierra. Y esta fe se ha transmitido a lo largo del tiempo, en gran parte por los mismos los laicos, muchas veces a través del martirio como lo ha testimoniado la primera generación de cristianos mártires a los que beatificó el otro día el Papa Francisco.

Es verdad que las comunidades necesitan sacerdotes para la administración de los sacramentos y religiosos consagrados que ayuden a la iglesia con su testimonio. Pero necesita también laicos que se comprometan en la acción misionera. Así pues vamos a dejarnos de lamentar hoy de que nos faltan sacerdotes, de que las parroquias se quedan sin curas. Ocurre que pueblos que en la historia han tenido siempre su párroco, ahora lo tienen que compartir con dos o tres pueblos más. Hay aldeas que no ven en meses a un sacerdote. ¿Habrá que cerrar los templos, los lugares de catequesis por ello?

No. Miremos el ejemplo de Corea. Es la hora de los laicos. Es el momento de arrimar el hombro para hacer que las comunidades vivan. Rompamos el binomio de que la iglesia son los curas. La Iglesia somos todos los bautizados. Lo importante es que todos vivamos el bautismo y las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada llegarán. Pues aunque los curas seamos pocos, hay muchos, muchos laicos dispuestos a dar su vida para que la Iglesia viva.