Miguel Giménez Moraga

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27 de agosto de 2022

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Todo el libro del Eclesiástico es un conjunto de consejos que nos da el autor para alcanzar la verdadera sabiduría ante Dios y los hombres. En uno de estos consejos el autor anima a las personas importantes a ser humildes, porque así, les dice, serán aún más queridas por ser humildes que por ser generosas. La generosidad sin humildad es vista fácilmente como opulencia y como exhibición egoísta del que da; en cambio la generosidad del que da con humildad es siempre bien vista. Recordemos el juicio que hace Jesús de la viuda pobre que echa su limosna en el cepillo del templo; la humildad con que hace su pequeña ofrenda la hace más querida ante Dios, que las grandes ofrendas de muchos ricos. En definitiva, se nos dice aquí que Dios revela sus secretos a los humildes, por eso, debemos “hacernos pequeños en las grandezas humanas y así alcanzaremos el favor de Dios”.

Porque “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Esta es una verdad que podemos comprobar en nuestras relaciones sociales de cada día. El otro día, oyendo yo hablar a unas personas sobre un deportista muy famoso, me sorprendió que varios coincidieran en afirmar lo mismo: me gusta, porque, a pesar de ser tan famoso, es una persona muy humilde, muy majo. La parábola de Jesús sobre la actitud que deben tener los convidados a un banquete de bodas es muy realista y muy significativa. El que quiere sobresalir por encima de todo, y ponerse por encima de los demás suele ser mirado con cierto rechazo por los demás, en cambio el que se comporta ante los demás con humildad y sencillez espontánea, no estudiada, cae siempre bien a los que le observan. Es verdad que nuestra tendencia a sobresalir y a ponernos los primeros es algo que se deriva naturalmente de nuestra vanidad y de nuestro deseo de ser notados y apreciados. Todos queremos salir guapos y destacados en la foto. Pero no debemos olvidar nunca que es más importante ser guapo, que parecerlo, ser el primero, que ponerse el primero. Seamos humildes siempre, ante Dios y ante el prójimo, y ya se encargarán Dios y el prójimo de enaltecernos, si de verdad lo merecemos. La parábola termina invitándonos a ser especialmente generosos con los que no pueden correspondernos, porque eso será la mejor señal de que no buscamos en lo que hacemos nuestro propio bien, sino el bien de los demás. Esto es también verdadera humildad, humildad de la buena, la que le gustaba a santa Teresa cuando nos decía que humildad es “andar en verdad”

Vosotros no os habéis acercado a un monte tangible, a un fuego encendido… El autor de esta carta a los Hebreos contrapone en este breve texto las circunstancias en las que los israelitas recibieron la revelación de Dios a través de Moisés, en el monte Sinaí, a las circunstancias en las que los cristianos habían recibido la revelación a través de Jesús. En la revelación de Jesús no nos encontramos con tormentas, ni densos nubarrones, ni fuego encendido, sino “millares de ángeles en fiesta… y a las almas de los justos que han llegado a su destino”. El Dios de Jesús no es el Dios del Sinaí, sino el Dios del Tabor y del Calvario, un Dios misericordioso y compasivo, que enaltece a los humildes.

Miguel Giménez Moraga
Párroco de Fuenteálamo