Manuel de Diego Martín

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15 de junio de 2013

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Cuentan del genial Miguel Ángel que al acabar su obra escultórica de Moisés, quedó tan satisfecho, tan admirado de lo perfecta y viva que había quedado, que se dirigió a ella para decirle: “Habla”. Pero el Caudillo de Israel, tallado en mármol, quedó en un total silencio. Y es que le faltaba el espíritu para poder hablar. Si alguno tuviese la osadía de romper esta obra de arte porque no es capaz de hablar, diríamos que está loco.

Estos días hemos vivido un curioso acontecimiento. Una sociedad británica ha galardonado, con una medalla al mérito, a un perro de la Guardia Civil, llamado Ajax, porque tuvo la habilidad de avisar ante un explosivo evitando una catástrofe. Han paseado al perro por los plató de televisión, se han escuchado marchas militares, le han puesto la medalla, la gente le aplaudía con fervor, pero el pobrecillo, nada. No decía esta boca es mía, ni una sonrisa, ni una lágrima. Parecía que la cosa no fuera con él.

Naturalmente como la escultura de Miguel Ángel, el perro no podía hablar, ni reaccionar, ni agradecer los elogios, porque no tiene espíritu. Aquí está la gran diferencia entre el mundo inanimado, el mundo animal y el ser humano. En el hombre hay un alma y por eso puede reír, puede llorar, puede agradecer, puede hablar. ¡Qué hermosura la presencia de Rafa Nadal en el podio, recibiendo el trofeo, besando la bandera, llorando, riendo, dando las gracias a todo el mundo! 

La grandeza del ser humano radica precisamente en esto, en que lleva dentro de sí el espíritu que ha puesto en él el Creador. Y este espíritu está ahí desde el mismo momento de su concepción. ¿Cómo es posible que a seres humanos, no nacidos, se los considere en nada y por tanto se los destruya? Si el estar delante de un trozo de mármol tan bello, nos debe producir admiración, si el estar delante de un perro como Ajax nos debe emocionar, ¿qué deberíamos sentir ante un ser humano que lleva el espíritu de Dios, y que puede reír, llorar y agradecer? Todo esto nos debe hacer comprender qué malos somos cuando no respetamos toda vida humana, desde sus inicios hasta su final.