Juan Iniesta Sáez
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14 de mayo de 2022
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Dos ideas se entretejen en el fragmento del evangelio de Juan que la liturgia nos propone este domingo: la glorificación de Dios y el mandamiento del amor.
El tema de la glorificación es central en el cuarto evangelio. Más, si cabe, en los pasajes cercanos a la pasión. Juan se empeña en demostrar que Cristo no es un judío marginal derrotado por los poderes políticos y religiosos del momento, sino el Verbo encarnado, que cumpliendo la voluntad del Padre hasta el extremo logra la propia glorificación, que resulta de la glorificación del Altísimo en la propia vida. Y nos muestra ese camino de gloria y de eternidad, camino de triunfo, con sus enseñanzas y sus obras («signos», los llama Juan) para que sigamos sus huellas, camino de la misma gloria que Él recibe por el Padre. ¿Cuál es el camino?
Antaño se aprendía casi mecánicamente ese catecismo (el ejemplo típico era el de Ripalda) en el que la doctrina cristiana se adquiría por machacona repetición. Tuvo su función y su mérito para un tiempo de la Iglesia. Pero me atrevo a corregir una de sus primeras afirmaciones. O mejor, a puntualizarla. Y no por mi cuenta, sino amparado en lo que dice Jesús en el evangelio de hoy. Aprendíamos de pequeños: – «¿Cuál es la señal del cristiano?» – «La señal del cristiano es la señal de la cruz».
Hoy Jesús nos dice que no. O que sí, pero la cruz bien entendida. La señal del cristiano es el amor. Su identidad de cristiano, reflejo y extensión del ser de Cristo, es amar. Hasta el extremo. Simplemente amar, solamente amar. ¡Casi nada! Porque, al modo de Cristo, se trata de un amor real, tangible, profundamente humano y por eso auténticamente divino. Amor de entrega, amor sin acepción de personas. «Como yo os he amado, amaos también vosotros».
Sí, tenía razón Ripalda. La señal es la de la cruz. Pero una cruz señada por el amor. Si no, es un sinsentido, un elemento de tortura. La de Cristo redime porque es la cruz del amor incondicional, que no juzga, que perdona, que se constituye en sólido cimiento para una humanidad nueva: plantando hondamente la raíz de esa cruz en actitudes y actos de amor concreto, y apuntando bien recto hacia el cielo, hacia la glorificación, que «la gloria de Dios es el hombre viviente» y amante.
Juan Iniesta Sáez
Vicario Episcopal La Sierra