Francisco San José Palomar
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16 de marzo de 2025
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El mensaje del Evangelio de este domingo nos ofrece dos grandes lecciones para la reflexión de todos.
Jesús oraba, se retiraba a orar y buscaba lugares adecuados para ello: «Subió a lo alto del monte para orar». En esta ocasión, tuvo lugar su Transfiguración que el evangelista san Lucas nos describe: «Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor».
También escuchamos la revelación del Padre, que dice: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
La prudencia que Jesús recomienda a sus discípulos Pedro, Santiago y Juan es puesta en práctica por ellos: «Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto».
Orar es una práctica que Jesucristo nos enseña a todos sin distinción: monjes, religiosas y simples cristianos que, desde el bautismo, mantenemos una relación amorosa con el Redentor.
La naturalidad es la mejor manera de estar ante Dios y ante los compañeros de la vida: esposa, hijos, sacerdotes… Orar con naturalidad y ser naturales al orar es algo esencial en la vida de un verdadero creyente. No es “cosa de mujeres”, como algunos afirman, y la Iglesia nos ofrece grandes ejemplos de oración tanto en hombres como en mujeres: san Benito, santa Teresa de Ávila, san Ignacio de Loyola o santa Teresa de Calcuta.
El amor es lo que nunca falta en el verdadero discípulo de Jesucristo. Es su distintivo peculiar como Él mismo señaló en la Última Cena: “En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”.
No es el ascetismo ni la austeridad lo que distingue a un cristiano, sino la realidad del amor práctico a todo ser humano.
El amor es la genuina transfiguración del ser humano. La inteligencia sin amor de nada sirve. El amor es la inteligencia del corazón, y Jesucristo lo puso como el distintivo de sus seguidores. La transfiguración consiste en “amar a Dios con todo el corazón… y al prójimo como a uno mismo”. Así nos lo dejó meridianamente claro en la Última Cena con sus discípulos. Ojalá todos seamos transfigurados por el Amor de Cristo y la caridad fraternal.