+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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20 de abril de 2019

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Señor ha resucitado de entre los muer­tos, como lo había dicho, alegrémonos to­dos porque reina para siempre. ¡Aleluya!” (Antífona entrada de la Misa). 

Nunca falta la alegría en el transcurso del año litúrgico porque todo él está relacionado, de un modo u otro, con la solemnidad pascual, pero es en estos días cuando este gozo se pone, especialmente, de manifiesto. En la Muerte y Resurrección de Cristo hemos sido rescata­dos del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La Pascua nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural en el Bautismo, donde fuimos constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda de nuestra propia resurrección. 

Pero de nada serviría esta “buena noticia, esta gran alegría”, si en nuestra vida no se pro­duce un verdadero encuentro con el Señor Re­sucitado, si no vivimos con una mayor plenitud el sentido de nuestra filiación divina. Los Evan­gelistas nos han dejado constancia, en cada una de las apariciones de Jesús a sus discípulos, cómo ellos “se llenaron de alegría al ver al Se­ñor”. Su alegría surge de haber visto a Cristo, de constatar que estaba vivo y de haber estado con Él.         

            Leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles que “las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies” (Hech 5, 40). La litur­gia del tiempo pascual nos repite con mil textos diferentes estas mismas palabras: “Alegraos”, no perdáis jamás la paz y la alegría; “servid al Se­ñor con alegría” (Sal 99, 2), pues no existe otra forma de servirle.

            En la Última Cena, Jesús no ocultó a los Apóstoles las contradicciones que les espera­ban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo: “Vosotros ahora os entris­tecéis, pero os volveré a ver y se alegrará vues­tro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16, 22). En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, como expresión de Dios en nosotros, y en el consiguiente olvido de no­sotros mismos, está el origen de esta alegría profunda del cristiano. 

La alegría verdadera no depende del bien­estar material, ni de no padecer necesidad, ni de la ausencia de dificultades, o de la salud… La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra corres­pondencia a ese amor. Como cristianos y segui­dores de Jesucristo, debemos fomentar siempre la alegría y el optimismo y rechazar la tristeza, que es estéril y deja el alma a merced de mu­chas tentaciones. Cuando se está alegre, se es estímulo para los demás; la tristeza, en cambio, oscurece el ambiente y hace daño. 

Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que de Él recibimos. Con nuestra alegría hacemos mu­cho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. La vida de los primeros cristianos atraía por la paz y la alegría con que realizaban las pequeñas tareas de la vida ordinaria. Muchas per­sonas pueden encontrar a Dios en nues­tro optimismo, en la sonrisa habitual, en una actitud cordial. El mundo está triste e inquieto y tiene necesidad de la paz y de la alegría que el Señor nos ha dejado. 

La alegría es una enorme ayuda en el apostolado porque nos lleva a presen­tar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como lo hicieron los Apóstoles. Escribe santo Tomás de Aqui­no que “todo el que quiere progresar en la vida espiritual necesita tener alegría” (Comentario a la Carta a los Filipenses, 4, 1). La tristeza nos deja sin fuerzas. 

María, presumiblemente, la primera per­sona que recibió la aparición de Jesucristo re­sucitado, “abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección…” (San Pablo VI, Exhor. Apost. Gaudete in Domino), la Madre y causa de nues­tra alegría, refuerza y acompaña nuestra fe en la Resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios. 

“Feliz Pascua de Resurrección”.