Manuel de Diego Martín
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22 de mayo de 2010
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S. Agustín en el siglo V, nos enseñó aquello de que a la historia la mueven como dos grandes fuerzas antagónicas que van determinando el modo de ser, sentir, pensar y actuar de las gentes. En su gran obra “de Civitate Dei” aparecen como dos ciudades; una la componen todos aquello que aman a Dios de tal manera que llegan al olvido de sí mismos; estos son los habitantes de la ciudad de Dios. La otra la componen todos aquellos que tanto se aman a sí mismos, que llegan a ignorar, incluso a despreciar al mismo Dios. Estos son los habitantes de la ciudad del mundo.
El papa Benedicto habla en nuestros días de esto mismo pero con otros términos. Por una parte estamos viendo a todos aquellos que están abiertos a la trascendencia, por tanto a Dios y a sus valores. Y otros que están cerrados en la inmanencia, es decir están volcados sobre si mismos en un cerrado materialismo, por tanto atrapados en su propio subjetivismo, y, como consecuencia, en un total relativismo de valores.
Hoy la Iglesia celebra la fiesta de Pentecostés, es la venida del Espíritu Santo sobre el mundo. Unos acogen a este Espíritu, otros se cierran totalmente a Él. S. Pablo nos dirá que son verdaderamente hijos de Dios aquellos que se dejan guiar por el Espíritu de Dios. Así pues, unos actúan desde este referente, otros viven totalmente al margen, como si Dios ni el Espíritu existieran.
Por ser la fiesta del Espíritu Santo, es a su vez la fiesta de la Acción Católica. ¿Quién es esa gente que se llama Acción Católica? Pues todos aquellos que tienen una manera especial de mirar el mundo, de mirar la vida, porque la quieren mirar y ver desde el Espíritu Santo.
Es conocida la gramática y la pedagogía de los militantes de Acción Católica. Ellos hablan de esos tres célebres pasos del “ver, juzgar y actuar” para enfrentarnos lúcidamente con la realidad de nuestro mundo. Primero hay que ver lo que pasa en nuestro mundo, verlo con objetividad, con verdad, mal que nos pese. No vale la política del avestruz, no es de recibo esconder la cabeza por intereses particulares. No vale negar la realidad. Hay que atreverse a ver. Y lo que vemos muchas veces son demasiadas calamidades.
Ahora viene el segundo paso. Visto lo visto, hay que analizar la causas, ¿dónde esta nuestra responsabilidad en todo ello? Viene el juzgar que significa, desde nuestra humildad somos capaces de descubrir qué es lo que Dios quiere, cual es su proyecto sobre esta humanidad. No valen mis estrategias, mis ocurrencias, o bufonadas y echar cortinas de humo, para salvar yo mi pelleja. Hay que ver lo que Dios quiere sobre esta realidad que nos duele, cueste lo que cueste.
Y el tercer paso es el actuar. Una vez que hemos comprendido lo que Dios quiere no queda más que poner manos a la obra, y luchar con uñas y dientes para que nuestro mundo sea más justo, más humano, más fraterno. De esta manera como dice S. Agustín estamos construyendo la ciudad de Dios, no la ciudad del mundo que los prepotentes, los egoístas y ambiciosos quieren construir con los cascotes de la pobreza y sufrimiento de tanta pobre gente.