Pablo Bermejo
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21 de febrero de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]stos días hemos sido testigos de la trágica desgracia por el asesinato de la joven sevillana Marta del Castillo. Cada vez que nos enterábamos por el periódico o la televisión de una nueva detención relacionada con el caso, nos volvíamos a indignar y sufríamos por dentro pensando en el dolor de la familia. Los que hemos seguido el caso viendo los vídeos de las detenciones, no hemos podido evitar contagiarnos de las muchedumbres gritando maldiciones a los detenidos. Pena máxima, cadena perpetua y cambio radical en la ley es lo que muchos han pedido ansiosos; entre otros, yo.
Uno de estos días, en los que la rabia y el odio provocaban que mis comentarios no dejaran tranquila a mi novia, ésta me comentó el caso del que muchos también estarán enterados. Se trata del concursante de un programa de televisión que hace un par de semanas tuvo que abandonar el concurso porque había salido a la luz que hace años asesinó a sus padres. Su compañera de concurso, su novia, dijo que ella lo sabía desde el primer día que lo conoció y que le parecía vergonzoso que hubieran sacado a relucir esa noticia. En foros de Internet donde se comenta el programa, numerosas personas mostraban su apoyo a este concursante defendiendo que era muy posible que se hubiera reformado después de todo este tiempo. El odio tremendo, como el que vemos estos días, cambia nuestra perspectiva de lo que es la justicia y, como pasa en muchos temas relacionados con el cristianismo, hay decisiones con las que no estamos de acuerdo en nuestro punto de vista pero sí podríamos estarlo desde otro. La verdad que no sé de qué lado estoy, pero desde que mi novia me contó este caso ya no he vuelto a sentir tanto odio, aunque sí mucha pena y rabia. Ningún sistema judicial es perfecto, y tampoco lo es ningún conjunto de leyes; sin embargo, creo que es bueno que la justicia esté alejada del odio. Una justicia alejada del odio es, a primera vista, la más injusta para las víctimas y la más justa para el culpable, y nuestra sociedad ha elegido que éste sea el modo de proceder.
¿Qué sucedería si se impartiera justicia basada en el odio además de en los hechos? Una de las primeras consecuencias es que viviríamos en un mundo sin segundas oportunidades; de nuevo, los afectados no quieren oír hablar de segundas oportunidades mientras que los acusados es lo que más anhelan. Cuando gritamos enojados que se cambie la ley y se practique la cadena perpetua o la pena de muerte, estamos pidiendo vivir en un mundo sin segundas oportunidades, con la espada de Damocles constantemente sobre nuestras cabezas. Ese es el mundo que el odio nos hace desear pero, con la cabeza fría, pocos seríamos los que tomaríamos esa opción. Quizá, al contemplar desde este punto de vista desgracias de este calibre, decidamos no elevar tanto la voz y mandar todo nuestro apoyo a la familia. Ni la venganza ni la justicia van a hacer dormir a unos padres desconsolados; sin embargo, decenas de hombros en los que apoyarse sí podrán, algún día, reavivar su espíritu.
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